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Estábamos en Valencia, habían pasado las fallas, y la ciudad pedía a gritos recorrerla de manera natural, más allá de las mascletàs y los ninots; girábamos desde Marqués del Turia a Jacinto Benavente e íbamos haciendo cálculos del tiempo que nos llevaría llegar a la ... Ciudad de las Artes y las Ciencias, cuando entró en conversación con nosotras un hombre de media edad. Bajamos juntos la vera del antiguo cauce del Turia y nos fue explicando sus jardines, las inversiones hechas y la política, tenía sentido crítico y vasto conocimiento sobre el tema. Llegando a nuestro destino nos despedimos, encantados de conocernos y deseándonos suerte en nuestras vidas.
Pero un tiempo más tarde nos acercamos a comprar al centro comercial Saler y de lejos lo volvimos a ver: estaba pidiendo en la puerta. Nos impactó tantísimo, un tío tan culto, conversador... ¡En fin!, mi madre y yo sentimos tanto apuro, tanta vergüenza en ese primer momento que dijimos: ¡vámonos, que no nos vea! Como si que lo viéramos pidiendo después de haber tenido una conversación tan productiva pudiera afectar a su dignidad.
Pero luego reflexionamos y dijimos, vamos a saludarle al pasar de modo normal y a 'echarle un cable' en su día. Así que unimos un par de billetes, lo que teníamos en ese momento, y nos dirigimos a él naturales, sin ambages: ¡camarada hoy por ti, mañana por mí! Después, tres sonrisas y nos volvimos a dar los buenos deseos de despedida.
Hicimos lo correcto, no por la ayuda, sino por el reconocimiento emotivo de que para nosotras era la misma persona culta e instruida con la que habíamos bajado paseando.
Esto me hizo reflexionar en general sobre lo aleatorio de la suerte en la vida, las circunstancias y lo caprichoso de nuestro destino, pero también sobre los prejuicios (que tenemos todos) y la forma de gestionarlos (que es lo que nos diferencia)
Porque se puede despreciar aun dando algo al que pide: cuando se le da ropa raída, alimentos en mal estado o unos miserables céntimos de cobre, cuando el dinero se le tira desde lejos o cuando ni se mira a la cara al pasar.
Todo ese desprecio, directo o indirecto, hacia el pobre es aporofobia, bien por revictimización y juicios del tipo 'tiene lo que merece', 'es culpable de su situación', bien con la falsa justificación moralista 'yo no doy dinero para vino', 'les das y lo gastan en droga', bien con el silencio cómplice y la mirada hacia otro lado.
Todo ello entra dentro de la escala del concepto filosófico aporofobia (del griego áporos -pobre- y fóbos -miedo-). Es la filósofa valenciana y catedrática de ética Adela Cortina quien acuña este neologismo en los años 90 y lo define como «temor, aversión, rechazo, juicio y desprecio hacia el pobre», y lo diferencia de otros tipos de desprecio, como por ejemplo hacia los extranjeros, y matiza que en no pocas ocasiones bajo el racismo lo que realmente hay es aporofobia, es decir el conato es el desprecio por el pobre y es por ello que para muchos los negros ricos son menos negros y los jeques árabes menos 'moros'.
Si bien es cierto que nuestro país es uno de los pioneros en darle cuerpo punitivo a estas acciones, dado que ahora está reconocida la aporofobia como agravante de discriminación del artículo 22. 4ª de nuestro Código Penal, sabemos que en una sociedad donde la apariencia prima más que nunca y el dinero se ha convertido en el primer poder, la aporofobia sólo acaba de empezar y es, como dice Adela, un desafío para la democracia.
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