El negocio de la reputación
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Andaba la clase política enzarzada en sus maniobras de campaña y en las corrupciones groseras de un diputado canario cuando Ferrovial anunció su decisión de trasladar su sede a Ámsterdam. Su presidente, Rafael del Pino, la tercera fortuna de España, justificó su decisión en su ... ambición de cotizar en Estados Unidos. Bajo el paraguas fiscal de Países Bajos, la multinacional se siente más protegida. Moncloa no ha dejado dudas de lo que opina. El presidente del Gobierno ha tachado al empresario de antipatriota e insolidario. Pedro Sánchez no ha ocultado que durante todo el tiempo durante el que la empresa preparó la operación -se dice que un año- el Gobierno no supo nada. Tanto es así, que cuando Del Pino le llamó para explicarle su decisión, no logró que el presidente le cogiera el teléfono. Solo un día después de que la compañía comunicara el acuerdo de su consejo de administración al mercado de valores, la vicepresidenta económica, Nadia Calviño, le devolvió la llamada para reprocharle lo que el Ejecutivo siente como la traición de una empresa «que ha nacido y crecido al amparo de la inversión pública de los españoles».
El golpe a lo que se ha dado en llamar 'marca España' es evidente. Perder a la que ha sido una de las banderas empresariales de nuestro país en el mundo no ayuda a captar inversiones extranjeras y supone una peligrosa invitación para otras grandes firmas. Los beneficios económicos para Ferrovial parecen importantes, descontado, por supuesto, el daño a su imagen en nuestro país. El impacto a largo plazo aún está por ver. No hace falta ser un lince para imaginar cuánto cambiarán las cosas en Ferrovial cuando las órdenes lleguen a Madrid en otro idioma. Quien haya trabajado más de un mes en una multinacional puede imaginarlo sin dificultad. En las empresas los números cuentan, pero las ideas también. Incluso los sentimientos de quienes las dirigen. Pero casi siempre, la última línea es el argumento definitivo para cualquier decisión. Rafael del Pino no es el primer ni el último empresario que decide irse a otro país empujado por sus inversores o animado por los asesores fiscales. Estas decisiones son difíciles de tomar, pero más aún de rectificar. Una vez adoptadas, la descalificación como respuesta solo sirve para la campaña electoral. Por eso el recurso a la demagogia que algunos han empleado durante los últimos años resulta tan peligroso. De poco sirve ahora una regañina presidencial. Los empresarios valoran, deben hacerlo, en términos de pérdidas y ganancias. Mejores o peores, patriotas o no, también su reputación es para ellos un activo. Mal negocio cuando la dan por perdida.
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