No recuerdo a quién le preguntaron cómo se había arruinado, lo que sí recuerdo es la respuesta: primero, poco a poco, luego, de un tirón. Así son las ruinas, esas que el rey Lear describe a la perfección: «El hombre arruinado lee su condición en ... los ojos de los demás con tanta rapidez que él mismo siente su caída». España va camino de la ruina, ahora estamos en el 'poco a poco'. El proceso es cambiar gradualmente el sentido de la Constitución, y en vez de ser garante de nuestros derechos y libertades, que muestre su verdadera naturaleza: su uso efectivo como urinario. España se haya en el camino de Hungría, en la que falta poco para que aparezca el centurión Cornelio, que en el Senado mostró el pomo de su espada y dijo que si ellos no nombraban cónsul a Augusto, lo haría su espada (les detiene la congelación de los fondos comunitarios: siempre la pasta). La clave de todo es el narcisismo. El narcisismo político. Un gobierno torticero que se recrea en sus suertes, y se extravía en una especie de 'amok', esa locura súbita que pierde a los hombres. Reformas a dedo, trajes a medida, mejor hechos que en Savile Row: el único país del mundo que sufre un golpe de estado, indulta a los culpables y continúa en un baile de rebajas penales y condonación de deudas, para volver a colocarlos en la línea de salida de futuras elecciones. Y si es necesario colar enmiendas de matute para modificar leyes orgánicas, sin informes ni debates, pues se hace. Nunca ha habido un ácido más disolvente para el espíritu del 78.
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Platón decía que el pueblo ha de defender sus leyes igual que sus muros (refiriéndose a los de Atenas). Ambos protegían a los ciudadanos. No obstante, en España observamos un catálogo de abusos jurídicos, de manipulaciones, de alteraciones unilaterales de las reglas de juego, de maquillajes mendaces. Se distorsionan leyes en el CGPJ para forzar las remodelaciones del TC, sin quórum, con mayorías simples; se utiliza la vía de los hechos consumados, se amenaza penalmente a los vocales. Quién se acuerda de aquello de Montesquieu acerca de elegir a los mejores, pero vigilarlos como si fueran los peores. ¿El bien común? Una entelequia. Solo existe una minoría política que tiene agarrada por los cataplines al Gobierno socialista, y aprieta y acelera la desintegración constitucional, y con ello hace bailar las juntas del país. Ahí tenemos a Sánchez, nuestro Segismundo: Sería el hombre más atrevido,/el príncipe más cruel/y el monarca más impío,/por quien su reino vendría/a ser parcial y diviso,/escuela de traiciones/y academia de los vicios. Mientras, la Carta Magna sometida a capricho, el asalto a la división de poderes, el ventajismo político, el deterioro de la estructura que sostiene nuestra democracia.
«¿Cómo llegó un banderillero a ser gobernador civil?», se puede leer en un libro de Manuel Chaves Nogales sobre Belmonte: «degenerando», responden. La degeneración. Paulatina. Acompasada. Casi imperceptible. Hasta que se vuelve fulminante. Como las ruinas. Entreverada con la mentira más asquerosa, con cómitres como Félix Bolaños acercándose a ese epítome de lo falsario que fue enero de 2017, cuando Kellyanne Conway, consejera de la Casa Blanca con Trump, dijo aquello de «dice usted que es mentira… pero lo que se exponen son hechos alternativos». Las mentiras son tan gordas que hasta una portavoz tan buena como Isabel Rodríguez tiene ataques de glosolalia, a lo Antonio Ozores. Narcisismo versus democracia. Narcisismo versus 1978. Narcisismo versus soberanía nacional (que no popular: ya quisiera la extrema izquierda).
Ya escribí sobre la cagada del PP de no renovar los órganos judiciales. Ahora reconozco la excepcionalidad de la suspensión cautelarísima del TC. Pero, sobre todo, advierto sobre el suicidio narcisista que representa entronizar la voluntad del pueblo por encima de tribunales y la Constitución. Era el mismo discurso del independentismo. El mismo discurso de los peruanos que apoyaban a 'Sombrero Luminoso'. El mismo que persigue Echenique y Pablo y Otegui y Junqueras. El mismo que importa Zetapé de sus garrulos 'enchandalados'. El narcisismo de nuestros parlamentarios sonríe satisfecho, mientras los ciudadanos contemplamos atónitos cómo sueltan sus burradas, una tras otra, cañonazos en la línea de flotación de la democracia. Porque la autocracia busca el caos, instituciones débiles, ¿acaso no lo sabemos? El tejido democrático se desintegra, los significantes carecen de significado, la emoción sustituye a la razón, comparece la dialéctica amigo-enemigo. Un gobierno que pone a la misma altura a golpistas y a jueces constitucionales, el no va más de la degradación. ¡Y un gobierno que solo tiene el 28% de los votos parlamentarios!
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Otrosí: el delirio de nuestros narcisistas parlamentarios, sus berridos, quejándose de que el TC está politizado, que solo responde a cuestiones ideológicas, cuando nuestros narcisistas son los primeros en negarse a que los jueces elijan a los jueces. El colmo de la hipocresía. Y advertid que es baja acción,/que sólo a una fiera toca,/madre de engaño y traición,/el halagar con la boca/y matar con la intención. Sí, querido Calderón, todo es cochambroso, grosero; un leprosario político que no puede acabar bien. Porque derrumbarse no es un acto instantáneo, lleva su tiempo, un ritmo: empujar las cosas hasta el borde, una carcoma ceremoniosa. Y los narcisistas no miran la desolación de los ciudadanos, solo su propio rostro reflejado en sus prosélitos. Entretanto, la caricatura de la división de poderes (Montesquieu: hasta la virtud necesita un tope), la deslegitimación y el mangoneo, la crispación civil. Y, al fondo, esa 'soberanía popular', es decir, el fin de los 'checks and balances' de Madison, y después la tentación totalitaria, a la espera del canon de la propaganda: un cuadro como el que le hizo Jacques-Louis David a Napoleón.
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