Es famosa la propuesta de Julio Camba relacionada con su absoluto convencimiento de que una nación se hace lo mismo que cualquier otra cosa. «Es cuestión de quince años, decía el gallego, y un millón de pesetas. Con un millón de pesetas yo me comprometo ... a hacer rápidamente una nación en el mismísimo Getafe, a dos pasos de Madrid». Y en ello estamos, a la vista de las 17 naciones que alguno vislumbra en España. A este respecto, hay una serie de pasos a seguir en el proceso, aparte de meterse un poco del polvo que permitía volar a Peter Pan. Hay que tener claro que las naciones se 'inventan', igual que lo hizo Clodoveo o Carlomagno. La historia es la materia prima del nacionalismo, porque el pasado legitima, y ese pasado se puede servir, evidentemente, a gusto del consumidor. Aunque tampoco hay que pasarse, como los pakistaníes, que crearon su país en 1947, pero hicieron estudios que se titulaban 'Five thousand years of Pakistan'. Lo ideal es tener un demiurgo serio, a poder ser un Bismark (Puigdemont no da la talla). También se necesitan instituciones estatales que impongan cierta uniformidad: empleo público, lengua nacional, quizás una recluta obligatoria.
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Si hablamos de educación primaria, los franceses la hicieron obligatoria en 1882, y su base educativa era que «había que estar orgullosos del país». Renan afirmó en una conferencia que una nación era un plebiscito diario y que aparte de implicar solidaridad con una idea común, también implicaba el error histórico, o sea, que había que hacerse un poco los locos con ciertas inexactitudes o mitologías. Si hablamos de la lengua, es importante una fuerte y homogénea, y las grandes lenguas han pasado todas por procesos de compilación y corrección: el francés y el inglés en el XVII, el alemán y el ruso en el XVIII, y el castellano y el italiano mucho antes. Si hablamos de 'patriotismo', esa es una raigambre que necesita cierta obediencia social, la creación de una religión cívica. Los franceses convirtieron a los campesinos en 'ciudadanos'. El Reino de Italia hizo 'italianos' (D'Azeglio: «Hemos hecho Italia; ahora debemos hacer italianos»). Los Estados Unidos tuvieron una papeleta más difícil, por la mezcla que había que gestionar, y se instituyó una Constitución agnóstica y un tributo constante a la bandera. Los húngaros trataron de convertir a todos en magiares, y los rusos de 'rusificar' la vastedad de su territorio. Si hablamos de elementos tradicionalistas, la religión nos puede servir también, como le sirvió al nacionalismo vasco, flamenco o polaco.
En otro capítulo, resulta muy interesante hablar de la invención de las tradiciones. Ciertas 'tradiciones' que reclaman ser muy antiguas, en ocasiones son cosa bastante reciente. La monarquía británica es experta en este tipo de jugadas, me refiero a la estructuración de ciertas partes de la vida social como algo invariable o inalterable, a la continuidad con unas tinieblas míticas. La construcción de su Parlamento remite deliberadamente a un pasado gótico, por ejemplo. Los franceses también tienen lo suyo, pero a la hora de reivindicar la Revolución pasan de puntillas por sus aspectos más sangrientos, y construyen estatuas sobre conceptos abstractos: la Marianne de pechos desnudos, que no hacía recordar a los jacobinos radicales y, desde luego, no se vinculaba con el verdadero símbolo de aquellos revueltos años, la guillotina. Los alemanes se esforzaban por recordar la batalla del bosque de Teutoburgo o la batalla de Leipzig, que sostenía la diferencia de los germanos respecto a los invasores romanos o franceses. Los Estados Unidos alentaban a los inmigrantes a aceptar los rituales de la Revolución y a una especie de adoración de los Padres Fundadores (4 de julio) y del Día de Acción de Gracias. También iban asimilando los rituales colectivos de los inmigrantes, como el Día de San Patricio, el Día de Colón, etc.
De todo esto y más habla el enjundioso ensayo de Eric Hobsbawn 'Sobre los nacionalismos', editado por Crítica, un recorrido histórico y crítico sobre la conformación de los nacionalismos. Hobsbawn defiende que, por mucho que algunos se empeñen en querer confundir realidad con ficción, o apoyen las teorías deconstructivas de Foucault o Deleuze, los hechos existen, y es labor del historiador delimitarlos. Los mitos también existen, por supuesto, y seguramente son necesarios para la construcción de naciones, pero hay que tener claro que son eso, mitos, y contextualizarlos. Eric Hobsbawn también nos recuerda que debe haber hombres que demuestren que pertenecer a un pueblo no es lo mismo que aceptar la opinión imperante de lo que tal potencia implica. Y que los mejores ejemplos de manipulación son los que explotan prácticas que satisfacen una necesidad, y de nuevo, la misión del historiador es comprender por qué, en términos de sociedades y situaciones históricas cambiantes, llegó a sentirse tal necesidad. En esa tarea, tampoco está de más recordar a Graham Wallas, que afirmaba que quien se proponga basar su pensamiento político en un reexamen del funcionamiento de la naturaleza humana, debe empezar por tratar de vencer su propia tendencia a exagerar la inteligencia del género humano.
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Durante el censo polaco de 1931, se pidió a los habitantes de las marismas de Prípiat (hoy sería Bielorrusia) que declarasen su nacionalidad. No entendieron la pregunta. Respondieron: «somos de aquí». Conceptos como nación, estado, patriotismo encuentran en este libro un análisis en la búsqueda de algún tipo de respuesta. Se trata de un estudio de los hipotéticos vínculos, lengua, etnicidad, raza, religión, ascendencia, a fin de proporcionarnos un mapa fiable con el que movernos en una geografía ambigua, cambiante, porque, no olvidemos, las naciones se crean, pero también desaparecen con relativa velocidad. Y no necesitamos remontarnos a la época de Gilgamesh, basta con echar un vistazo al pasado reciente: Unión Soviética, Yugoslavia, República Democrática Alemana, Checoslovaquia...
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