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Los turistas son insoportables. No lo digo yo, es una corriente de opinión que se extiende, echándole la culpa a los forasteros de todos los males actuales y, de propina, de haber matado a Manolete. Lo suele decir además esa gente a la que, en ... un mismo mes, le han chafado la foto del atardecer en Santorini, montado una cola de horas para subirse a ladres y condenado a sentarse donde no se ve el rótulo de ese primo del café por el que ha pagado ocho euros, que luego no hay quien se haga un selfi ni proteste como Dios manda contra la gentrificación que arrasa el comercio y la hostelería tradicionales. Ni siquiera se puede hacer un tiktok tranquilamente en el camino de Santiago, hablándole a los demás de tus ampollas, sin que aparezcan tres influencers de fondo. Porque los turistas siempre son otros, son los que vienen a nuestra casa.
En esta villa marinera aún nos tomamos la invasión foriata con humor y los chascarrillos tradicionales, no como los indignados mononeuronales que se dedicaban en Barcelona a lanzar agua a las pobres familias que se sentaban en las terrazas. Aún así, el debate va calando aprovechando temas como las viviendas de uso turístico, sector que sin duda habrá que controlar, pero sin venas hinchadas ni histerismos, que el mercado del alquiler ya estaba mal hace tiempo y si ha ido a peor, sobre todo, es por una ley hecha a golpe de megáfono. Así que mejor regular con sentido que, si algún día nos cargamos el turismo en Gijón, será tarde para darnos cuenta del error cometido.
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