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No deja de resultar entrañable la obsesión de gerifaltes, diseñadores urbanos y trazadores de calles por hacer de las ciudades espacios verdes con césped y arbolitos por todas las esquinas. Y no deja de serlo porque las ciudades, por definición, se han levantado siempre desterrando ... espacios naturales para erigir en ellos focos industriales, administrativos, empresariales o turísticos cuyo último objetivo es preservar un entorno biosaludable. Suele pasar que un día saltan las alarmas (normalmente, cuando la lluvia es tan tóxica que perfora los paraguas) y entonces llegan los llantos y los grandes planes para solucionarlo. Le Corbusier lo intentó en su día levantando un palmo todas las viviendas para que, dentro de los solares, estuvieran rodeadas de verde, y la cruda realidad es que, salvo que las baldosas sean de ese color, lo más común haya sido desterrar el césped y poner más hormigón. Desde entonces, múltiples grandes propuestas de conjugar calzadas y parterres han ido directas al fracaso en todo el mundo. Y los parques, idea ciertamente útil y exitosa, requieren de mucho espacio sin explotar económicamente y las ciudades se inventaron, principalmente, para ganar dinero, no para tirar la toalla a la sombra. Así que donde pueda talarse un árbol y cambiarlo por tres baldosas, con lo que se gana en comodidad (para el que encarga la tala) que se quite la fotosíntesis.

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