He leído un artículo días pasados con un reproche que creo justo a quien para recordar la figura de un muerto, o resaltar la de alguien que vive, lo que aprovecha es para promocionarse a sí mismo. Mucho mejor si el homenaje a vivos o ... muertos va acompañado de una foto del lisonjero individuo que quiere medrar en el campo de la política; pero también espera sacar partido cualquier agarrado a la cucaña de las letras, las artes o el trepador de la empresa pública o privada. Pero si uno mira hacia atrás, y ve aquel mundo con todo tipo de privaciones, ¿puede acusarse, como algunos griegos hacían con Diógenes, de esconder vanidad debajo de los harapos? Creo que es hora de reconocer que, pese a todas las calamidades del mundo de hoy, estamos mucho mejor que en aquel anclaje medieval que nos toca recordar a los que tenemos ya mucho calendario. Quedan excepciones, claro, en estos días de frío, sin más calor que el del llar o el del ganado. Aparecen noticias todavía de gaseados por el monóxido de los braseros; pero antes esa calamidad y otras parecidas eran la regla de un país subdesarrollado, donde la especie humana estaba designada para vivir gracias a la suerte de nacer ricos, o a la resistencia para no morirse de los que nacían pobres.

Publicidad

Las gentes del Suroccidente, claman estos días contra los políticos -alguno de la propia tierra- que se desentienden y evaden, y cuando ocurre una desgracia lo achacan al destino. Esa es la obscena costumbre que existía antes en el trabajo, para señalar los accidentes: la casualidad o la mala suerte. Como no hay efectos sin causa, la muerte de una persona, donde ya habían caído piedras anteriormente, es absolutamente imputable. En las inundaciones de estos días habría que repartir responsabilidades entre varios: empezando por quien ordenó el Diluvio Universal, los que provocan adrede el cambio climático, se asientan donde no deben, o gastan en luces de colorines y voladores lo que deberían emplear en encauzar los ríos.

Pero en el mundo de ayer he tenido al lado muchos pies descalzos. La gente se moría en las nevadas sin médico ni medicinas. El maltrato era un asunto familiar, sin interferencias, hasta la destrucción. Al niño yuntero no lo privaban de escuchar las atrocidades del que regresaba de la guerra. El carpintero al niño alto le pedía que probara el ataúd, para comparar con el muerto. El médico, al mismo niño, le pedía que lo tapara con el paraguas mientras hacía una autopsia. En fin.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

3 meses por solo 1€/mes

Publicidad