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Recuerdo una fantástica exposición sobre la obra de la pintora Marie Louise Elisabeth Vigée Lebrun, retratista ella, entre muchos otros modelos, de María Antonieta. Pensé que, si algún australopiteco tenía dudas aún acerca del talento de las mujeres, bastaba con ver aquello. Otra cosa es ... que las féminas, a lo largo de la historia, hayan sufrido un sesgo en todas las facetas, además de un confinamiento a roles prescritos. Las mujeres pintan, filosofan o escriben divinamente, aunque las fuentes nunca sean inocentes, y menos aún las romanas, como afirma el magnífico libro del que quería hablar hoy 'Soror. Mujeres en Roma' (Desperta Ferro), de Patricia González Gutiérrez. La reina-bruja Cleopatra, la ninfómana Mesalina, la honrada Lucrecia, la conspiradora Livia... Cada uno de los adjetivos hay que cogerlos con pinzas, porque las mujeres romanas se enfrentaban a una visión del mundo profundamente masculina y viril, y hasta el propio lenguaje abrazaba con alegría los prejuicios del imperio.
Los ideólogos romanos recitaban continuamente el mantra de la domesticidad: la mujer debe ser matrona, buena esposa, buena ama de casa. Atacaban las conexiones que otras civilizaciones establecían entre lo femenino y las fuerzas desatadas de la naturaleza, y su discurso social era profundamente jerárquico. Ahora bien, si a algo están también abonados los romanos es al pragmatismo. Las romanas deben de ser «honradas y parecerlo», deben de tener abundante prole, pero la lista de anticonceptivos y abortivos es ampliamente tratada por Galeno, Sorano, Celso, Dioscórides. Las romanas no deben ser ostentosas, pero la Ley Oppia contra la exhibición de joyas y riquezas fue tan seguida como las denuncias contra el exceso del Black Friday. Una cosa es el ideal y otra el día a día.
El matrimonio era una de las instituciones seminales del imperio. Él con toga blanca, ella con velo anaranjado. Él cogiéndola en brazos para trasponer el umbral de la casa, ella recibiendo los parabienes de los invitados. Todo estupendo, hasta que nos detenemos en el hecho de que algunas novias no llegaban a los trece años, se recuerda el derecho de vida y muerte que tenían los maridos sobre esposas e hijos, que muchos de los matrimonios eran meros vínculos políticos o comerciales, o que los maridos podían prestar o intercambiar mujeres en determinados casos. Como pueden ver, no era exactamente el atelier de Rosa Clará. El hombre podía divorciarse si la mujer era alcahueta, adúltera o maga; la mujer si el hombre era mago, homicida o saqueador de tumbas. Los castigos al hombre no pasaban de devolver la dote íntegra, en cambio las mujeres podían ser deportadas.
La educación era otro capítulo importante en el universo femenino. Se educaba formalmente para 'ser mujer', y en el paso del 'ludus', la primaria, a la 'schola' las chicas ya no compartían las clases de retórica u oratoria con sus homólogos masculinos. Ahora bien, algunas privilegiadas como Hipatia, en medio de la biblioteca de Alejandría, Hortensia, hija de un famoso orador, o Cornelia, hija de Escipión el Africano, contaban con ventajas. Escribir, leer, ciertas nociones de matemáticas o historia... Las mujeres siempre encontrarían la forma de educarse o, al menos, intentarlo de manera no explícita. Su mismo lenguaje evolucionó de forma que utilizaban más la pregunta que la afirmación, o evitaban las expresiones obscenas, en un 'dribling' social que anulase la posibilidad de una masculinidad herida por unas mujeres que, posiblemente, les podrían dar dos vueltas y media. La manera de vestir también entraba dentro de cómo 'ser mujer'«, la ropa, los adornos, el maquillaje, las telas, todo mostraba el estatus, la accesibilidad, el carácter, la personalidad. No era lo mismo llevar prendas demasiado transparentes, maquillajes excesivos o incluso pelucas, como las prostitutas, a una sencilla túnica y stola.
Para hablar del sexo en Roma necesitaríamos un par de artículos más, pero voy a intentarlo. La heterosexualidad era la norma, pero la cama se entendía más como un ejercicio de quién penetra a quién, lo que indicaba ya la jerarquía, fuera hombre o mujer. El lesbianismo no era grato a la mirada romana, y apenas hay representación iconográfica. El uso sexual de menores no es visto como un escándalo, y desde luego, los esclavos estaban a disposición de los amos en las cocinas o en la cama. Se critica la unión entre dos hombres o de adultos con muchachos, pero todo esto, como ya sabemos, trátese de amores sáficos, sodomitas, bestiales u orgiásticos, cada cual, siempre que lo hiciese con cuidado, hacía más o menos lo que le daba la gana. Había unos mitos que mostraban cómo debía funcionar el mundo, el orden social, los valores por los que se rige Roma. Mientras no se ataquen directamente, o se pongan en tela de juicio (porque incluso había perfumes considerados masculinos o femeninos), se puede ir tirando. No obstante, lo evidente es que las mujeres debían moverse con muchísima más prudencia, ya fuese en la vida diaria, festividades religiosas, o si le apetecía acostarse con un esclavo, pues el castigo en este último caso podía ser duro.
En general, salvo que se fuese vestal o aristócrata, la vida de las mujeres era ardua, y en muchos casos, peligrosa. E incluso las mujeres de alta alcurnia o poderosas económicamente tenían que andar con pies de plomo, lo que favorecía el desarrollo de complejas estrategias de supervivencia. Los grandes nombres: Fulvia, Hortensia, Cornelia, Livia, Agripina, Plotina, Mesalina... Todas eran utilizadas por los cronistas como ejemplos o contraejemplos, ya fuesen intrigantes, asesinas, honradas, crueles, déspotas... El hecho es que ninguna quedaba fuera de los tejemanejes políticos, a fin de participar o meramente sobrevivir, y dependiendo del signo de cada época eran mostradas de tal o cual talante. Lo único evidente es que en una sociedad tan despiadada como la romana, una mujer estaba obligada a desplegar una política en la sombra, daba igual que fuera destinada a cuidar a la prole, defender una causa en el foro o, sencillamente, decidir que el emperador al que había apoyado unos meses antes debía desaparecer.
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