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La noticia del fallecimiento de Concha Quirós me llegaba ayer por la mañana como una dolorosa bofetada. Mientras me lo comunicaban, me parecía estar escuchando al fondo su voz diciendo: «¡Es broma. Te lo creíste!». Porque, cuando me hablaba de que llegaría un día en ... que tendría que a irse de este mundo, la conclusión final era que no, que era imposible, porque había mucho que hacer y, sobre todo, muchos libros por leer. Lo confieso: me siento un poco viuda. La gente me ha dado el pésame desde que se conoció la noticia por la pérdida de mi binomio. Compartimos diecinueve años de trabajo y, sobre todo, de vida. Muchas alegrías, éxitos y satisfacciones y unas cuantas lágrimas, porque ella era llorona, aunque se hacía la dura. ¿Pero no eras inmortal?
Nunca quiso casarse porque no creía en la bigamia y los libros se lo habían pedido antes. La librería fue su vida, y su familia, su otra pasión. El fallecimiento de su hermano Alfredo, hace poco más de un año, le causó un profundo dolor. «Me tocaba a mí primero», me dijo entre lágrimas en aquel momento, porque ella era la mayor y, por jerarquía, iba antes. Le quedó la satisfacción de ir a visitarlo antes a Guatemala, donde él vivía, y celebrar el ochenta cumpleaños de su querido hermano.
Le sobreviven otros dos: Carlos y Leli, a los que estaba muy unida. Con su hermana disfrutó mucho cultivando otro de sus grandes amores: los viajes. Recorrió muchos kilómetros, distintos países y culturas, algo que le apasionaba, por aquello de conocer más y más de otros mundos. Eso sí: de elegir un lugar para vivir, sería en Italia o Francia. Pero después de Oviedo, claro. Porque, aunque nació en Pillarno, Oviedo fue siempre su hogar, su refugio y aquel al que eligió entre todos sus pretendientes. «Oviedo es mi vida», resumió cuando fue pregonera de las fiestas de San Mateo.
Imposible no aprender a su lado. Pero, sobre todo, tenía el don de contagiar el afán de leer y disfrutaba del éxito literario de cada uno de los escritores que pasaron por su vida. Porque ella era así. Ni los muchos premios que recibió, ni los muchos honores que se le rindieron (y los que están por llegar, a buen seguro), cambiaron su modo de ser y de ver el mundo. Las vanidades no le cabían en su vida. Era una pérdida de tiempo y de energía, creía.
Hace tan solo un año comentaba: «Solo pido llegar hasta el centenario de la librería, precisamente este 2021, para celebrarlo con todos y por todo lo alto, y luego ya puedo morirme tranquilamente». Pero no era verdad. Eso lo decía cada año. Siempre pedía una prórroga. Tenía unas ansias infinitas por vivir.
Le gustaba comentar los libros que leía. Y le gusta leer los libros que le comentaban. Los escritores la adoraban y ella sentía devoción por ellos. Muchos nacieron literariamente a su amparo y le gustaba recordarlo, como una misión cumplida y bien cumplida. Estaría muy contenta hoy viendo cómo la gente la quería. Lo preguntaba a menudo, especialmente en los últimos tiempos... «¿Tú crees que la gente me quiere? Yo creo que sí». «¡Claro!, ¿Cómo no te va a querer?». Ella lo creía y lo ansiaba, porque, si siempre buscó el cariño y el abrazo y los besos, los anhelaba mucho más en sus últimos años.
Sufrió varias caídas en la calle y en la propia librería. Una especialmente la recordamos en numerosas ocasiones con mucha gracia: por no soltar unos libros que llevaba entre las manos, tropezó, no se sujetó a la barandilla y cayó escaleras abajo. «No me hubiera dado tiempo», dijo. Le hubiera dado, claro que sí, pero prefirió sujetar a 'sus criaturas'.
Le apasionaba el café, pero mejor acompañado de alguna galleta, algo de chocolate, cualquier dulce servía. Se resistía a hacerse con una silla de ruedas o similar. Creía que eso era de personas mayores que no se valían por sí mismas, pero claudicó y descubrió un nuevo mundo de posibilidades. «Puedo ir por todo Oviedo sin esperar al transporte que me lleve a la librería».
La pandemia la afectó mucho. «No puedo ir a la librería hoy tampoco», se lamentaba. Hace pocos días, despedía con un artículo desde EL COMERCIO a la escritora Blanca Álvarez, amiga entrañable a la que acompañó durante los últimos días con frecuentes visitas y haciendo lo que a ellas más les gustaba: leer. También una gran tristeza le produjo la pérdida de Javier Reverte, uno de sus grandes amigos. Escritores, libreros, editores, distribuidores, clientes y también ciudadanos anónimos formaron parte de su vida.
«¿Tú crees que la gente llorará cuando yo muera?», me preguntó hace apenas un año. Ojalá pudiera escuchar y ver a través de una rendija lo que su ausencia duele ya.
¡No sabes cuánto siento tu marcha, querida amiga, jefa, compañera, cuánto te echo de menos ya!
Quedaste en llamarme mañana y creo que será la primera vez que no cumplas con tu palabra.
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