Que conste que encabezo con un latinajo para que se noten los años de colegio de curas que arrastro.

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Debo confesar, otra vez los curas, ... mi postura en contra de este carnaval ovetense celebrado en plena cuaresma, pues pensaba que todos los que, en unas semanas desfilarán por nuestras calles con cruces y cucuruchos, sufriendo con el Señor los dolores del Calvario, se levantarían con furia ante este sindiós. Cómo es posible que, a los pocos días, de recibir en la frente la cruz de ceniza, recordándonos que polvo somos y en polvo nos convertiremos, nos lancemos a festejar las locuras carnavalescas sin que algo se rompa dentro de nuestros pechos.

Otra de las cosas que me corroía era, la muestra de inferioridad que suponía el que Oviedo, la capital de Asturias, trasladase la celebración festiva de sus fechas naturales, por no poder competir con las que mantienen, en su lugar en el calendario, Gijón, Avilés y otras villas asturianas. ¿Es que Oviedo, la capital del siempre victorioso reino astur, la muy noble, muy leal, etcétera, debía plegarse ante la pujanza festera de las villas competidoras? Mi espíritu irreductible de carballón indómito no lo podía soportar.

Así que, pertrechado con todos los argumentos habidos y por haber, me acerqué al desfile que discurría bullanguero por la calle de Uría y ante mí comenzaron a desfilar bandas, grupos, charangas, comparsas y todo un batiburrillo de personajes a cada cual más insólito y disparatado, la música atronaba, las risas se apoderaban del espacio. Gentes llegadas de toda Asturias y de los barrios de la capital desfilaban sin complejos, disfrutando de la alegría antroxera en medio de lo que debía ser sepulcral cuaresma. No podía ser, era antinatural. Aquello no tenía lógica alguna. Pero allí estábamos. Disfrutando.

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Mea culpa. A mí, gustome.

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