Ah, la ciencia! Cuatro de las revoluciones científicas más recientes han cambiado nuestra concepción del mundo y sus problemas. La primera agrandó el entendimiento del universo y vino de la mano de la teoría de la relatividad y física cuántica. La segunda aclaró las bases ... de la homeostasis del planeta azul gracias a la ciencia del cambio climático. La tercera impulsó el ciberespacio como un 'lugar' para el almacenaje, distribución y uso de cósmicas cantidades de información en chips que apuntan hacia la realidad de una inteligencia artificial. Y por último, la cuarta revolución, impulsada por la biotecnología, nos ha llevado a conocer mejor nuestro genoma y a entender cómo podemos manipularlo. Si las cuatro tienen una importancia extraordinaria, la última acapara la actualidad.

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Para empezar, la revolución biológica nos ha permitido, mediante la manipulación del ARN de un virus, generar una vacuna que podría sacarnos de lo peor de esta pandemia. Esta tecnología promete además erradicar enfermedades mediante la destrucción de proteínas defectivas. Y además de su uso en medicina, la edición del genoma podría añadir nueva información a los hijos de futuras generaciones, dándoles ventajas genéticas sobre las generaciones pasadas. Un tema resbaladizo y peligroso que anda a la búsqueda de marcos éticos y legales –el primer científico que editó el genoma de dos niños cumple condena de cárcel en China–. En el centro de esta revolución se encuentra el ARN, considerado hace solo unos años el hermano pobre del ADN, pero que ahora reclama un papel de protagonista en la historia de la humanidad.

Mientras el mediático ADN permanece reposando en el núcleo, el ARN mensajero es un eficaz cartero, que viaja al citoplasma trasportando las instrucciones para crear proteínas, incluyendo aquellas que caracterizan, por ejemplo, a las neuronas o que forman las hormonas. Este ARN del coronavirus es el que ha sido manipulado por Ugur Sahin y Özlem Türeci –marido y mujer, alemanes, hijos de emigrantes turcos– en la vacuna de Moderna. Una inyección del ARN estimula la producción de una proteína del coronavirus que, una vez atrapada por unas células carroñeras —llamadas macrófagos—, será troceada y servida en bandeja a las células del sistema inmune responsables de crear defensas contra el coronavirus.

Esta tecnología es muy versátil y podría aplicarse rápidamente para crear vacunas contra variantes resistentes. Para los científicos no sería complicado, y consistiría en algo así como cortar la secuencia de ARN antigua y pegar la secuencia del ARN de la variante. Por supuesto, esta vacuna podría mejorarse para poder, por ejemplo, transportarla a temperaturas más convenientes y para que fuese eficiente con una sola dosis.

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Además de su función de cartero, el ARN puede actuar de GPS para guiar a proteínas que funcionan como navajas hacia regiones del ADN y causar una herida en su estructura. Esta tecnología, llamada CRISP y desarrollada por Charpentier y Doudna, fue premiada con un Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica en 2015, y un Premio Nobel de Química en 2020 (La biografía de Jennifer Doudna titulada 'The code braker', escrita por Walter Isaacson, acaba de ser publicada).

La tecnología CRISP ha sido utilizada por bacterias desde la noche de los tiempos –luz de navajas en la oscuridad– para apuñalar mortalmente a virus. Y ahora que ha caído en nuestras manos, podría tener un gran espectro de aplicaciones, desde el tratamiento del cáncer o las enfermedades degenerativas, a la modificación de la microbiota.

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Asturias está íntimamente ligada al ARN. El ARN hizo famoso el laboratorio de Severo Ochoa, que acabó ganando el Premio Nobel antes que Watson and Crick –que publicaron la estructura del ADN–. El luarqués oteaba constantemente el horizonte de la ciencia y sugirió que sus estudios podrían ser aplicados a los de los virus, creando las bases para el trabajo de muchos seguidores, incluyendo Margarita Salas. Los dos estarían contentos con el progreso del conocimiento del ARN que ha permitido el diseño de una vacuna para el coronavirus.

La vacuna del ARN mensajero podría poder freno al coronavirus, pero no acabará con dos de sus motores principales: el virus de la ignorancia y el del odio, que han permitido que el coronavirus se extienda por el mundo. Si el alma del ARN es la información, podemos establecer un paralelismo entre la biotecnología y la tecnología de los chips. Es posible que ya haya nacido el Steve Jobs de la biotecnología y que esté soñando con un iGENE, un ARN que, implantado en el cerebro, nos permita rajar los nocivos virus de la mente. O si no es posible, esperemos que un equipo de emigrantes consiga, finalmente, vacunarnos contra ellos.

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