En literatura, como con las personas, la primera impresión es lo que cuenta. Yo conocí a Murakami con su novela 'Norwegian Wood', que aquí se tituló 'Tokio Blues'. A los autores se les conoce a través de sus libros (ya lo decía el cascarrabias de ... Faulkner), y yo me entregué al japonés sin tomar precaución alguna a partir de ese lectura. Cómo no hacerlo con aquella historia de amor entre Toru y Naoko, aquellos dos jóvenes que navegan y se hunden en las procelosas olas del amor y del desamor, tan romántica y sin sentido y alocada y pueril y bella y exagerada como solo el amor puede serlo cuando se tienen dieciocho años.

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Luego llegaron otros libros, obras de mayor enjundia en cuanto al tamaño pero no en cuanto a la intensidad (uno siempre vuelve a los primeros amores), aunque, sin embargo, ahí siempre estaba Murakami radiografiando al ser humano y sus aledaños, aunque esos aledaños cayeran por cualquier esquina de Tokio, pero es que Tokio ya somos todos, caminemos por el alto de Aristébano o por el barrio de prostitutas de Osaka. Lo llaman globalización. Aunque el alma del viejo Japón, tozudo y hermoso, por suerte, siga latiendo en sus libros incluso en esos jóvenes que van al McDonald's mientras escuchan a Lou Reed.

Bienvenido sea, pues, el Premio Princesa de Asturias de las Letras. La Fundación ha dado de pleno adelantándose a los rubiales de Estocolmo. Premiando a Murakami se premia a sí misma y nos premia a todos los que nos rendimos a él con aquella primera lectura de 'Norwegian Wood', título que hace referencia al conocido tema de los Beatles. (Por cierto, no estaría mal recibirlo al son de esa música con la banda de gaitas a las puertas del Reconquista o del mismísimo cielo. Es un regalo, la idea. De nada).

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