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Nikol llegó a Gijón y lo dijo todo con una sonrisa inolvidable. La niña ucraniana de 12 años que entró sola en Moldavia en busca de su familia de acogida en Asturias había pasado más de veinte días en un peligroso vacío legal. Su madre ... Katia, que debía quedarse en Ucrania para cuidar de su familia, trató de salvar a su hija de los bombardeos rusos enviándola al lugar más seguro que conocía: con su amiga Paula Parrondo, que durante los veranos acogía a su niña en su casa como una hija más. Pero ni siquiera pudo conseguirle un pasaporte. En mitad de la guerra, la pequeña salió de su país con un certificado de nacimiento que no le sirvió de nada en cuanto cruzó la frontera. El destino de una menor sin papeles era quedarse en manos de los sobrepasados servicios sociales moldavos, incapaces de atender el aluvión de refugiados que han recibido durante el último mes, o peor aún, de las mafias que hacen negocio con la tragedia. Fue su familia gijonesa la que consiguió una casa de acogida en Moldavia y acudió a EL COMERCIO para que la historia de Nikol no acabara tapada por la diaria sucesión de horrores en Ucrania. Las palabras de Paula conmovieron a políticos de todo signo que hicieron suya una causa que otros muchos daban por perdida.
Rescatar a Nikol no fue una cuestión de partido, tampoco de ideología, sino de humanidad. El exministro de Exteriores José Manuel García Margallo marcó hasta el último número de su valiosa agenda que podía resultar útil; los diputados Isidro Martínez Oblanca, Paloma Gázquez y el senador Francisco Blanco movieron todos los hilos a su alcance; el eurodiputado Jonás Fernández y su asistente, Ana Martínez, se plantaron en Ucrania para realizar las últimas gestiones y garantizar la seguridad de la niña y el embajador de España en Rumanía, Manuel Larrotcha, hizo valer su oficio con un salvoconducto que permitió a Nikol subirse a un vuelo con destino a España. Para que todo esto fuera posible, su madre tuvo que conseguir un poder notarial en Kiev que legalizara la tutela de la niña y permitiera a España tramitar su salida de Moldavia. Katia se jugó de nuevo la vida por su hija en plena ofensiva rusa. Paula, a la que la tensión vivida llevó al límite de sus fuerzas y a las puertas de la enfermedad, recogió en Madrid a una adolescente exhausta, aún asustada, que se aferraba al móvil que fue su único contacto con sus dos madres. Durante esta odisea que por el empeño de muchos acabó en un final feliz, hubo quien se preguntó si tanta lucha por una sola niña merecía la pena cuando la tragedia de Ucrania es tan grande. No tengan duda. Aunque solo fuera por recordarnos que cada vida merece eso y mucho más. Y de lo que una madre es capaz.
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