Merecen más que audiencia
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EN POCAS PALABRAS ·
Hemos llegado a donde queríamos llegar». Reyes Maroto no se privó del intento de acuñar una frase para la posteridad cuando Alcoa vendió su planta de Avilés a Parter, una operación que el Ministerio de Industria prometió tutelar. En realidad, el Gobierno apenas ejerció como un mínimo dique de contención frente a la multinacional norteamericana que había comprado Inespal a precio de chollo en 1998. Alcoa sabía muy bien a quién entregaba sus plantas. El resto de las empresas interesadas en pujar ni siquiera pudieron ver las instalaciones de lo que pasó a llamarse Alu Ibérica. La venta se cerró con la única sociedad que garantizaba su incapacidad para no convertirse en un competidor. En menos de un año, la empresa ya tenía otros dueños: el grupo Riesgo, al que pronto el nombre se le quedó corto. Operaciones inverosímiles, impagos, gestiones innecesarias de intermediarios, millonarios sueldos a sus directivos... No parecían errores en la gestión, sino más bien un proceso calculado para no dejar más que las naves antes de declarar la quiebra. Una liquidación en toda regla que los trabajadores y sus sindicatos denunciaron. Pero no encontraron respaldo más allá del Ayuntamiento de Avilés y el Principado. En Madrid, el asunto parecía solventado sin más respuesta que el silencio administrativo.
En muchas otras empresas, la desidia estatal hubiera bastado para convencer a la plantilla de conformarse, tratar de negociar una salida de saldo y sentarse a observar con tristeza cómo el barco se hundía. Contra todo pronóstico y tópico, los trabajadores de Alu Ibérica decidieron llevar el desmantelamiento ante la Audiencia Nacional. Denunciaron un fraude que pocos meses después los administradores concursales, tal y como desveló EL COMERCIO, confirmaron. Su informe refleja con todo detalle la actuación de un liquidador que, incluso iniciada la investigación, trató de seguir adelante con el desmantelamiento. Cuando una intervención judicial parecía ya la única salida posible, a la ministra de Industria no le quedó más remedio, Adrián Barbón mediante, que recibir a una plantilla a la que no escuchó durante casi dos años en los que parecía empeñada en ver al enemigo en quienes advertían de lo que estaba ocurriendo. De todo lo ocurrido en lo que en un tiempo se llamó Alcoa y antes fue una de las pocas empresas públicas que daba beneficios, solo se puede extraer un aspecto positivo. La constancia de que en Asturias, pese a su histórico sambenito de dependencia estatal, quedan hombres y mujeres dispuestos a defender sus empresas, sus empleos y el futuro de su región. Y merecen algo mucho más que audiencia.
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