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¿Por qué mentimos en general? La mentira tiene riesgos, es evidente, y más dependiendo del contexto. Pero también te puede dar prebendas, aunque sea a corto plazo (aquello de que la mentira tiene las patas muy cortas). Parece ser que los críos aprenden a ... guardar un secreto a partir de los seis años, y abrazan las habilidades para mentir y engañar porque forma parte del desarrollo y la conformación de su identidad. Eso dicen los psicólogos. Hay experimentos muy interesantes sobre la mentira en referencia al dinero, y cómo las personas pueden mentir respecto a un euro o a cien, dependiendo de lo que puedan ganar (por supuesto, cuanto más botín, más propenso serás a enredar). También sobre las circunstancias en que son menos propensas a la mentira. Dichos experimentos demuestran que las personas mienten menos cuanto más expuestas están a la contradicción que cuando no hay nada que se oponga a sus declaraciones (bueno, eso las personas normales: hay ganado que hay que echar de comer aparte). Nina Mazar, una profesora de marketing de la universidad de Boston, pone un ejemplo: si tienes que rellenar un cuestionario de Hacienda que pregunta por tu nivel de ingresos, serás menos propenso a mentir si ese cuestionario incluye cifras aproximadas y te invita a corregirlas que si está vacío.
Otro profesor, David Pascual Ezama, de la Universidad Complutense de Madrid, realizó otro interesante experimento que terminó por clasificar a las personas en tres perfiles: mentirosos, tramposos no mentirosos y deshonestos, y dentro de ellos, una miríada de extremos y sutilidades. El experimento se ejecutaba con una moneda que se lanzaba al aire y tenía una cara blanca y otra negra, y el resultado permitió clasificarles en voluntarios afortunados o desafortunados en el juego que decían la verdad, en mentirosos (salía negro y decían blanco), en tramposos, pero no mentirosos (no pararon de lanzar hasta que les salió blanco, y parece ser el grupo más interesante para los investigadores), y en mentirosos radicales (ni siquiera lanzaron la moneda y decían blanco directamente). El mismo profesor Ezama realizó un segundo experimento, denominado 'escala de grises', en el que se tenía que tirar un dado y, según el resultado, se obtenía una compensación económica. El juego permitió clasificar al personal en función de su grado de radicalidad. Los mentirosos falsificaban el resultado de su tirada, inventando otro número; los tramposos tiraban el dado las veces necesarias para obtener el resultado apetecido (decían la verdad, pero solo cuando les interesaba); por último, los mentirosos radicales, como siempre, ni se molestaban en tirar el dado y ya decían el número que les convenía.
En esa línea, hay una vasta literatura acerca de cómo las personas nos justificamos a la hora de decir una mentira, desde que «todo el mundo lo hace y por qué yo no», hasta que son más importante los objetivos generales que las pequeñas infracciones a la verdad. O sea, lo de hacerse trampas al solitario de toda la vida. También ayuda que la mente humana prefiere una aseveración falsa con sentido a una verdadera sin él, y que nuestros cerebros han evolucionado para sobrevivir, no para saber, y si la mentira les facilita la tarea, harán uso de ella, llámese religión o lo que se sea; incluso, en algunos casos, la verdad será una reliquia, algo pintoresco. Desde luego, la mentira es un tema apasionante: por más convencidos que estemos de ser perspicaces, de ser capaces de desentramar las mentiras ajenas, en realidad nos dejamos engañar muy a menudo. No porque no conozcamos la verdad, sino porque nos conviene creer lo que nos dicen. La mitad de una relación se funda en la verdad, y la otra mitad, en la necesidad de ser persuadidos, de creer en algo. La sociedad misma se funda sobre el mismo principio. Nos compensa más creer ingenuamente en el prójimo que desenmascarar penosamente sus mentiras. Porque desconfiar, por norma, es un ejercicio agotador, un incesante rumiar de hipótesis, que podría llevarnos a la psicosis y la locura. También destacar que la mentira requiere más control cerebral y energía que la verdad, que resulta más sencilla de sostener.
Recuerdo el truco de Elon Musk para saber quién miente en una entrevista de trabajo, ya que piensa que los títulos académicos no son tan importantes como considera la gente, y prefiere contratar a personas sinceras. Lo denomina 'gestión asimétrica de la información', y es una técnica que ya utilizaban los policías para investigar sospechosos. Las personas que dicen la verdad suelen aportar información detallada, mientras que las declaraciones de los mentirosos son más genéricas. El método es sencillo: entre las preguntas típicas de una entrevista de trabajo, Musk, de repente, pide a los aspirantes que le cuenten algún problema grave o momento difícil que hayan pasado en su vida y cómo lo resolvieron. A partir de ahí, el CEO de Tesla va preguntando por los más mínimos detalles. Sólo quienes han contado una historia verdadera son capaces de contestar a los pormenores de una forma convincente. Al parecer, las mediciones científicas que se han hecho de este sistema confirman que ronda una efectividad del 70%.
Todos soltamos trolas, o al menos, no decimos toda la verdad. Y a veces ayudan a vivir, quién lo niega. Pero también está claro que una cultura saludablemente democrática no se consigue con mentiras y ocultaciones, sino con la verdad más íntegra posible. La realidad es ambigua, ya lo sabemos, pero recuerdo al periodista Alfonso Armada, que defiende que la verdad existe, aunque es trabajosa de encontrar, y muy cara. A eso añádanle el control ideológico y político de cierto pedigrí norcoreano, clientelismos varios, cegueras voluntarias, frivolidades y estulticias, desinformaciones e intoxicaciones, puritanismos de toda laya y condición, ciertos animales de bellota, solemnidades ejemplarizantes… Y comprobarán que el dragón al que nos enfrentamos no exige una lanza bien afilada, sino un Kaláshnikov de doble cargador.
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