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Desde el momento en que el ser humano puso los pies sobre la tierra, empezó a percatarse de que su supervivencia quedaba sometida al azar de los frutos que le regalaban los árboles del bosque, las hierbas que medraban en el predio, los animales, salvajes ... o domesticados, o el agua que discurría por los regatos del prado... Y el hombre se sirvió de ellos como remedio a las privaciones que le demandaba su naturaleza: el pellejo, para cubrirse el cuerpo; los despojos de las reses, para hacerlos sustento; el agua de los arroyos, para satisfacer sus sedes; el tronco o las ramas del árbol, para mudarlos en techo bajo el que guarecerse. De modo que la simiente entregada al regazo del surco por la mano del hombre, y los aperos que habría que aderezar, serían jerarquizados por él tras haber elegido el mejor grano. Y el mejor árbol, como el fresno, el abedul o el cerezo, especies de gran nobleza (bien lo sabían los romanos) a la hora de tomar el caldo del mantenimiento sirviéndose de una cuchara elaborada en uno de esos tipos de madera.
Ya anudado el hombre a la compañía de una mujer, con ella engendró hijos, y ambos establecieron una familia que, a su vez, proseguiría los pasos transitados por sus ascendientes. Aquel hombre primero se apresuró a servirse del beneficio y la hermosura contenidos en cada una de tales esencias, no sólo para matar sus hambres y las de su estirpe, sino también para ir aprendiendo a juzgar y discernir mejor, con respeto y cariño, los atributos de cada una de ellas: el de la carne, el del pellejo de los animales, salvajes o domesticados. Así, el hombre se valíó de sus recursos instintivos y estimuló sus tácticas personales. Y fue viendo cómo unos y otras eran análogos a los de sus congéneres, y supo incrementar su pericia y su astucia para soportar las inclemencias de la naturaleza y defenderse tanto de una fiera como de los envites y el hostigamiento de sus semejantes.
En razón de esas necesidades, el hombre quiso y sigue queriendo guardar cosas, aunque no en pocas ocasiones desatiende la certidumbre de que no vino a este mundo para eternizarse en él, sino para esperar la muerte, en todo momento agazapada tras la celada de un delirio, puesto que la vida humana se extingue, aunque cada uno de nosotros tienda a mostrarse olvidadizo de esta evidencia. Y tal condición encubre otra certeza: el hombre no suele dar en la diana a la hora de elegir el mejor sitio para guardar las cosas de su vida perecedera, entre ellas los recuerdos. ¿Acaso el cofre, el estuche, el armario, la gaveta del escritorio, en apariencia todos ellos custodios de apasionados pliegos de color azul celeste, como los que se cruzaban los enamorados decimonónicos, sin más avíos que una pluma de ala de ganso y un pliego de papel blanco como la espuma de las olas?.
A la hora de guardar recuerdos, ¿cabe considerar que el sitio más adecuado para hacerlo sería el de recurrir a la reseca, casi petrificada hojita de laurel, ya desprovista de su aroma de cuatro presencias como la que aún apresa entre las páginas de su misal romano la inocencia de una beata de mantilla y escapulario?. ¿O sería mejor lugar el tapete de la mesilla de noche, cuna del libro con indicador de lectura, asiento del termómetro, del pastillero de los insomnios y del nervioso despertador, solícito recadero cuando cumple lo que le hemos encomendado en vísperas e indeseable trasto si no tenemos prisa por renunciar a la dulzura de la almohada?
¿O es más propia del asunto la dimensión que cada día del año ocupa en la hojita del taco-calendario, avisador de que los día pasan? ¿Lo es, en la hojita del propio taco, el espacio del 'minuto de filosofía' con sus máximas tantas veces discurrida por ingenios como Wilde, Schopenauer o Benavente, cuyos nombres suelen aparecer escritos al lado del pronóstico de los eclipses, los días de sol, los vientos y las tormentas?.
¿Dónde se han de guardar los recuerdos? ¿En un cofre de oro sellado? ¿En la caja fuerte de clave secreta? ¿Debajo de una baldosa de la cocina? No es posible. Ni sería sensato pretender que lo fuera, porque esas cosas las ha de guardar el corazón, del que cada uno de nosotros tiene su llave secreta. Y porque es el sitio mejor para encerrar los recuerdos gratos, pese a que debemos compartirlo con los recuerdos malos.
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