Debe sin duda mucho Nuccio Ordine al apasionado hereje que fue Giordano Bruno. A ese hombre del Renacimiento, que tenía como patria el mundo y como guía su curiosidad insaciable, dedicó su carrera académica como investigador. Parte de lo que llevó a Bruno a la ... hoguera le ha servido a Ordine ahora para merecer el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, otorgado por su faceta de portavoz entusiasta de la cultura humanística frente al proceso actual de su creciente devaluación. Para la juventud, Ordine tiene el mensaje motivador de que una vida con sentido es aquella en la que se sigue la dirección que indica nuestra pasión, y no la vía pragmática de lo útil y lo económicamente rentable. No se trata aquí de palabras vacías, sino fundamentadas sobre su propia experiencia como un niño que creció en un mundo sin libros ni bibliotecas, y para el que fue posible un futuro altamente improbable.

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Ordine era un optimista convencido, y las historias como ésta ocultan aquellas otras en las que el ejercicio de la pasión no obtiene recompensa, pero la suya le sirve para desarrollar sus argumentos a favor de su elección: una cultura en extinción ligada al conocimiento de la historia de la filosofía y la literatura, de las lenguas muertas o moribundas, de la propia historia de la humanidad y sus productos.

En su defensa acude a ciertos lugares comunes pero necesarios: el conocimiento nos hace más libres, posibilita la democracia, genera una ciudadanía crítica y reflexiva, nos protege de los riesgos de la pérdida de la memoria colectiva. Su mejor versión, no obstante, se despliega en la práctica, en cómo nos muestra el poder de las palabras del pasado para ensanchar nuestro mundo extendiendo la red de elementos interconectados que nos unen a través de los espacios y los tiempos.

John Donne y Plutarco, Virginia Woolf y Safo, T.S. Eliot y Emily Dickinson escribían desde sus propios aquí y ahora, pero el eco de sus voces no nos es ajeno.

Si ningún ser humano es una isla, si somos las minúsculas gotas de agua que dan ritmo al oleaje en la inmensidad del océano global, la mejor manera de ampliar el legado de Ordine es continuar tejiendo conexiones, espesando la red de lazos que atraviesa siglos y continentes, cultivando el extrañamiento ante el pasado, el presente y el porvenir. Y en ese proceso, que es el de dar sentido, su Giordano Bruno irreverente, el que nada a contracorriente siguiendo su propia curiosidad, vuelve para asistirnos. Los textos de divulgación humanística de Ordine son una invitación a volver a los clásicos, a sus clásicos. Y su insistencia en que las lecturas que nos sugiere son una selección, siempre incompleta, invita a su vez a repensar y ampliar el canon, persiguiendo conexiones inesperadas o ignoradas.

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Podemos traspasar la puerta que Ordine deja abierta como lo haría Bruno, sin los prejuicios de la construcción clásica de lo clásico: escuchando otras voces que hablan de lo universal también desde los márgenes. Porque si entendemos la defensa de Ordine de los clásicos, no como sofisticados manuales de autoayuda o fábulas morales, sino como trazos de las cartografías posibles de lo humano, puede que el destino sea incierto, pero lo que importa es no abandonar nunca la exploración.

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