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La cosa ha cambiado poco desde que, digamos, bajamos del árbol y nos pusimos a caminar erguidos y en comunidad. El procedimiento resulta sencillo: detectamos el problema, localizamos al culpable, lo llevamos a la plaza pública y lo apedreamos. El escenario ha ido cambiado a ... lo largo de los siglos; las piedras, también. Hubo momentos en que nos dio más por la hoguera, otros por la guillotina o el garrote vil. Ahora la cosa se ha sofisticado y al menos no hay sangre de por medio, se lincha en redes sociales. Mucho más higiénico. Lo que no ha cambiado es lo poco o nada que nos importa que el culpable lo sea no. La cosa es localizarle, ponerle en el foco. Hecho esto, uno a uno nos vamos diluyendo, nos transformamos felizmente en airada turba, pillamos la piedra, la mecha o el teléfono móvil y disparamos. A quemarropa. El problema no se ha solucionado, pero nos quedamos mucho más tranquilos y vamos a por otro. A por otro problema, a por otro culpable, a por un nuevo apedreamiento público.
Ahora le ha tocado el turno al acoso escolar. Lacra y problema grave donde los haya y, como tal, con más grises que negros y blancos. Y estamos disparando a presuntos acosadores sin una sola prueba. Y siendo eso grave, no es lo peor. Lo peor es que mientras tanto nos olvidamos de los cientos, miles de niños que sufren ese problema a diario y nos olvidamos de que sus verdugos también son niños y también son nuestros hijos. Sí. Y si un niño abusa de otro hay dos víctimas, naturalmente una inocente y la otra culpable, pero víctimas al fin y al cabo de un mundo que los adultos estamos siendo incapaces de gobernar. Como especie hemos cambiado poco. Si acaso, a peor.
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