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Matías se ha ido pero no ha perdido ninguna batalla. Ningún enfermo de cáncer lo hace, como él insistía una y otra vez mientras rechazaba ese lenguaje bélico que nos hemos empeñado en atribuir a la maldita enfermedad. Pero Matías menos. Mucho menos. Desde aquel ... día que subido en una noria del parque de atracciones de Madrid notó un pinchazo, desde que el pinchazo se reveló como un carcinoma metastásico en estadio 4, ha pasado casi una década, ocho años en los que ni un solo minuto ha sido en balde, porque ha sabido exprimirlos todos y, de paso, dejar una estela de ejemplo, de apoyo a otros, de esperanza permanente. De luz.
Operación tras operación, recaída tras recaída, Matías ha sabido levantar la cabeza, seguir adelante con una fuerza inusitada. Ha tenido tiempo para él y para los suyos y también para regalárselo a otros enfermos. Hasta para organizar fiestas multitudinarias y recaudar fondos en la lucha contra el cáncer, para participar en campañas a favor de la investigación o incluso para ponerse al frente de su banda de rock and roll y dar algún que otro memorable concierto.
La suya era una fe serena y profunda, ciertamente envidiable, muy currada, como todo lo suyo, y cargada de humildad, otra marca de la casa. Nunca ha sido Matías un tipo de dar lecciones a pesar de ser un profe entregado, el favorito siempre de sus alumnos, con los que conectaba con una empatia imposible de fingir, porque le salía de muy adentro, pero deja a su paso la más valiosa de todas: la de su propio ejemplo. El ejemplo de un tipo normal al que la vida puso a prueba de la forma más cruel posible y respondió con lo mejor que tenía: voluntad, fuerza y coraje. Eso y amor, todo el del mundo, el de su numerosa familia y el de su adorada María, en cuyos corazones, como en el de tantos y tantos amigos, Mati vivirá siempre.
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