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Asturias ha vivido su declive demográfico con la resignación de una dolencia irreversible, padecida con resignación, infinidad de diagnósticos contradictorios y más confianza en los paliativos que en intentar la cura. Durante décadas, la autocompasión que sucedió al fracaso de un modelo económico dependiente de ... la voluntad del Estado dejó las soluciones en manos de la providencia o los arbitrios de Madrid. Pese a los muchos y bien definidos síntomas del problema, todo el tratamiento quedó a merced de las dádivas, que se fueron esfumando a la misma velocidad que la confianza en encontrar un camino hacia el futuro. Hasta el punto de que la necesidad de emigrar se convirtió para muchos jóvenes en una convicción.
Tal vez fuera necesario ver el fondo para cuestionarse un proceder que en muchas ocasiones concedió el crédito del reconocimiento a los especialistas en autopsias, a los gurús de importación y a los notarios del fracaso. Sea por necesidad o por el convencimiento al fin de que nada puede resultar de estar parados, nuestros políticos se han atrevido a llamar reto a la demografía en lugar de fracaso. De forma casi insólita, los partidos no solo han estado de acuerdo en el diagnóstico, sino que ahora parecen dispuestos a compartir al menos un mínimo de las soluciones. En un país que aún busca gobierno, el principal partido de la oposición ha tendido la mano para aprobar una ley que debería orientar el paso del Principado en todos los ámbitos. Y lo que tampoco resulta habitual, el Gobierno regional ha preferido detenerse a negociar antes de aplicar el rodillo de la mayoría. Por una vez, el arco parlamentario parece estar de acuerdo en que solo un mínimo consenso puede garantizar a la ley frente al reto demográfico la vigencia que necesita. Este es un capital político que no debería desperdiciarse ni malvenderse. Cierto que el loable empeño compartido de atreverse con algo más que cataplasmas puede suponer un fracaso. Pero nunca tanto como el habitual chapoteo en el fatalismo.
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