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Hablamos de un señor que le plantó un beso en la boca a una futbolista en plena ceremonia de entrega de medallas. El mismo que se agarró a la testosterona para celebrar en el palco reservado a los mandatarios el gol de la victoria de ... la Selección y que además le pegó un abrazote a la Reina como hubiera hecho cualquier aficionado con su compadre en la barra de un bar. Luego emitió desde la Federación de Fútbol un comunicado con unas declaraciones nunca dichas por la futbolista, insultó a medio gobierno por exigirle la dimisión, definió lo ocurrido como un acto consentido fruto del «júbilo desbordante de ambos» y prometió todo tipo de detalles sobre la víctima para demostrar que Jenni Hermoso estaba encantada de compartir su felicidad con un «afectuoso gesto mutuo». A Luis Rubiales le costó varios días unir en una misma frase las palabras 'disculpa' y 'error', casi dos semanas pedir perdón «con sinceridad» y aún no se sabe cuánto tiempo le llevará darse cuenta de que cuestionar el honor de una jugadora defendida por todas sus compañeras es tan inapropiado para quien preside al fútbol español como todos los calificativos que regaló a quienes le criticaron tras superar el pasmo de lo que se vio en Sídney.
Este despliegue de hechos que oscilan entre lo inadecuado y la agresión, sus declaraciones incalificables y la incompetencia manifiesta para gestionar una crisis provocada por él mismo le hubiera costado el puesto a cualquier hijo de vecino. Sin demasiados miramientos y con toda lógica. Lo menos que se le puede pedir a quien encarna a toda una organización deportiva nacional ante el mundo es un mínimo de decoro. Una pizca de sentido común de quienes le eligieron debió alcanzar para preguntarse si España puede ir por el mundo representada en estos términos. Pues no, tenemos un debate. Y un éxito deportivo sin precedentes que no ha sido celebrado ni reconocido como merecían quienes lo han conseguido. Una lástima.
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