Los gritos a Vinicius en Mestalla han abierto un debate sobre el racismo en los campos de fútbol. Autoridades deportivas, presidentes de equipos de fútbol y jugadores han hablado del asunto como nunca antes. Los gritos de «mono» al jugador del Real Madrid han encendido ... el fuego del puchero nacional y en él se han cocinado todo tipo de opiniones. Desde quienes han visto en los insultos la prueba palpable de que la xenofobia pervive en la sociedad española, entre ellos el propio jugador, hasta quienes hacen responsable al delantero de la furibunda respuesta de la grada valencianista. El futbolista brasileño, con sus gestos ante los insultos, ha facilitado desviar la cuestión y que algunos le señalen como responsable de lo ocurrido. Explicar que nada de lo que hiciera Vinicius justifica una respuesta racista intolerable en cualquier otro ámbito no debería llevarnos tiempo ni tinta. En todo caso, sus dislates serían asunto del árbitro y de las autoridades deportivas. Los reglamentos están para aplicarse, una cuestión que tiende a olvidarse más a menudo en el caso de las estrellas, sea cual sea su camiseta, que en los campos de los pobres.
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No es el debate sobre el comportamiento de un jugador lo importante de este asunto. La polémica debería llevarnos a cuestionar de una vez qué tienen de especial las gradas del deporte para que aún puedan servir de coartada y parapeto al insulto e incluso al odio. A nadie le parecería menos que miserable un individuo que insultara a los niños por la calle. Sin embargo, no resulta extraño oír todo tipo de barbaridades en cualquier partido de alevines. Es tan frecuente que algunos dirigentes federativos se han planteado incluso celebrar una jornada a puerta cerrada. Cierto que no son todos los aficionados los que se comportan como bárbaros, pero al final acabará pagando la mayoría la cuenta de los indocumentados si las autoridades y los clubes no se plantean abordar el problema con seriedad. La violencia no puede encontrar ninguna coartada en el deporte y menos en sus dirigentes. No llamemos ánimo al insulto ni pasión a la violencia. No solo estamos edulcorando a los cafres, sino faltando al respeto a quienes de verdad viven sus colores como parte de su identidad y los valores del deporte como una forma de entender la vida. Ojalá podamos agradecer tanto las consecuencias del 'caso Vinicius' como avergonzarnos de que haya ocurrido. Esperemos que al menos sirva para que el fútbol se haga las preguntas que le resultan tan incómodas.
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