Este florido jardín que disfrutamos los acomodados occidentales está más vivo que nunca, pensé. Esa sensación me vino a la mente el otro día, mientras hacía uso de los servicios en un aeropuerto de las Islas Canarias. Nada hay más igualitario que los excusados de ... un aeropuerto, cuando uno entra apresurado y se arrima a la pared buscando un sanitario. Ahí te ves, entonces, en medio de una gran fila de variados homo sapiens allí de pie, agarrándosela del mismo modo que tú, con independencia de su origen, raza, renta social o religión. Hijos todos de nuestras madres, animales más o menos racionales pero clavaditos en tantas cosas, aliviándonos como cualquier otro mamífero aunque en este caso sea a dos patas, y sin consideración alguna de papeles, pasaportes o dnis.

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El caso es que allí me hallaba, ensimismado en ese delicado momento, cuando entraron en el aliviadero canario dos jóvenes africanos, conversando en un idioma imposible de descifrar. Dos chavales fibrosos, fuertes, sanos, y absolutamente proporcionados. Dos individuos de ese tipo de razas tan perfectas como efigies, completas esculturas ambulantes. Viajaban además muy alegres, mezclados entre el bullicio de un mundo de blancos, y luciendo con sus sonrisas unas dentaduras perfectas, frentes anchas, y piel tersa e inmune al sol. A mi izquierda se acomodaron estos Usain Bolts venidos de sabe Dios donde, solventando de igual modo que el resto sus asuntos personales, cuando empezó a sonar de fondo la archifamosa canción de Neil Diamond, proveniente de uno de los duty-frees cercanos. Pocas canciones hay más ligadas con el 'american way of fife' que 'Sweet Caroline', símbolo de la bandera de las barras y las estrellas, y paradigma del libre mercado y del seductor capitalismo occidental. No hay caucásico ni afroamericano al que no le suene, o que no haya canturreado a pleno pulmón el estribillo de ese casi-himno en alguna ocasión. Neil Diamond se lio a reventar estadios, al ritmo de las palmas y contorneo de caderas con la dulce Carolina.

Fue entonces cuando uno de ellos, el que más cerca estaba de mí en la interminable fila, empezó a canturrear la canción, allí empotrado contra la pared. Levantando su ovalada cabeza sin mirar a nada ni a nadie, y aún con sus manos ocupadas en sus asuntos, rompió el anónimo silencio del triste 'meódromo' occidental, y comenzó a entonar a viva voz el «Sweeeeeet Carolainnn». Su colega de viaje le siguió con el «Pam, pam, pam», y juntos tararearon lo que faltaba del estribillo, con la pelvis proyectada hacia el sanitario. Lástima que no se sabían la letra del resto de la canción, que si no allí me habría quedado yo, haciendo como que no, pero escuchándoles atentamente. Tras ello, se rieron, recogieron velas como todo el mundo, y se largaron, tan contentos.

Me quedé pensando en aquellos chavales, que iban ya vestidos a la moda europea, con zapatillas, vaqueros, sudadera y gorra, todo nuevo y todo de marca. Del top manta, probablemente, pero con la misma apariencia y quizás similar calidad que todas esas prendas que consumimos los del business world tras pagar una pasta gansa. Desde entonces, pienso en aquel fugaz momento con la música de fondo y aquellos dos tipos perfectos, que vaya usted a saber de dónde venían y hacia dónde irán, en medio de tantos caucásicos encorvados y con sobrepeso, con bronceado de hamaca, y bebiendo cerveza o champán. ¿En dónde habrá empezado su largo viaje, y en qué lugar y en qué momento terminará? ¿Podrán algún día regresar al hogar en que nacieron? ¿Les dará la vida esa oportunidad? ¿Querrán, entonces?

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Apostaría a que no les quita el sueño nada de ello. También diría que todo lo que tenían, lo llevaban puesto. Pero allí estaban, felices y sin miedo, y mañana Dios dirá. Viajeros ligeros de equipaje, transitando por la misma terminal que los europeos, cargados con mil maletas, seguros de viaje, tarjetas y bizums. Eso sí, sin nuestros cacaos mentales, quejas y angustias, ni las tropecientas mil posesiones sin las que se nos hace tan difícil vivir. Viajeros sin retorno, trapecistas sin red, cantando por una anónima, fría terminal.

El mundo está muy vivo, y no hay quien lo detenga. No hay muros, alambres de espino, o políticas anti nada que valgan. Ni siquiera el implacable océano sirve de frontera a la audacia, a las ilusiones, o a la pura necesidad. Mientras occidente sigue durmiendo su dulce sueño, los Bolts del mundo, afilados y valientes, navegan en medio de las frías aguas de un mar oscuro, soñando con un baño alicatado, un botón que al ser presionado emite un chorro de agua, o un secamanos europeo para quien lo quiera utilizar, al son de la dulce Carolina. «Hands, touching hands, reaching out, touching me, touching you». 'Sweet Caroline', o lo que viene a ser lo mismo, nuestra vieja, dulce Europa.

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