Me acuerdo de él todos los años, cuando se acerca la Navidad. No lo puedo evitar, y tampoco quiero. Jafo era el nombre de un pastor alemán que teníamos por casa, hijo del Blondi y la Rosca, por más señas. El padre fue un perro ... con pedigrí, elegante y bondadoso, de mucha pose pero zángano y blando. La madre, en cambio, era perra de taller y rabo enroscado; una chucha poligonera, fea como ella sola y con muy malas pulgas, en todos los sentidos. Sucedió que una tarde, uno que lo lleva sobre su conciencia nos secuestró a traición al Blondi y 'se lo echó' a la Rosca, que esos días andaba receptiva, y de buenas. Qué fea es esa castiza expresión 'echar a' hablando de cruces de animales, y qué jocosa también, aunque habrá quien se ofenda. El caso es que de aquel agradable encuentro a la puerta de una nave de trefilería y soldadura surgió el Jafo, un perro con las hechuras del padre, pero con la malicia, la 'pedrada«, y el colmillo de la madre.

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El nombre, si no recuerdo mal, se lo pusieron mis hermanos pequeños porque había una serie en la tele esos días en la que salía un aviador muy guay que se llamaba así, y que tenía a todo el personal entusiasmado. El Trueno Azul, creo recordar que se llamaba la peli. El Jafo era un can que de entrada daba el pego por su porte y distinción, pero al poco te enseñaba los dientes y te dabas cuenta de que era un auténtico cabrón, sin pintas, pero cabrón hasta el rabo. A mí, que por esos años andaba yendo y viniendo de casa, me tocó lidiar con su mala leche perruna en alguna que otra ocasión. Pelo erizado, palo en mano, y esas cosas habituales de la jerarquía doméstica y el a ver quién manda aquí, que ahora suenan tan raras.

La cosa es que una mañana, víspera de Nochebuena, se encontraba mi madre trajinando en la cocina de casa. Como suele suceder en las familias numerosas, esa es zona de ruido y algarabía, a la vez que lugar de trabajo agotador para una madre en esas fechas. La puerta estaba abierta, y por allí entraba y salía todo quisqui, incluido el protagonista de esta columna, que como ya he dicho era un grandísimo hijo de perra. Sobre la encimera de la cocina había un gran trozo de carne que se suponía que nuestra familia iba a cenar ese día, esperando a ser guisado. De pronto, oigo a mi madre llamar entre lamentos y aspavientos al chucho. Me asomo a la cocina, y la veo gritando «¡la carne, la carne!», ojiplática. Observo entonces que sobre la encimera ya no hay nada. Limpia. De inmediato, salimos de casa corriendo a toda pastilla hacia su caseta, aunque ya era demasiado tarde.

De verdad se lo digo, cuesta creer lo poco que tarda un perro fuerte y facineroso como era éste en engullir un trozo de carne destinado a once personas. Cuestión de segundos, les aseguro. Como el instinto le decía que el manjar era afanado y había prisa, se escurrió, pieza en boca, con las orejas hacia atrás y agazapado; con esa cara de 'yo no fui' que solo sabe poner un perro. Aún se relamía cuando llegamos, allí tumbado. A lo largo de mi vida he tenido perros nobles que te comían de la mano, y al Jafo. Éste fue un Terminator a cuatro patas, una anti-mascota en toda regla. Mi madre lloraba, impotente, mientras yo pensaba que no era para tanto, aunque con el tiempo uno se da cuenta de que para una madre de nueve hijos, el asunto es grave. Es mucha trabajera lo de la Navidad en una familia así, como para que encima te la anden boicoteando.

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Total, que esa Nochebuena cenamos unas estupendas tortillas de patata, que mi madre bordaba, y que a día de hoy seguimos echando de menos. Si no recuerdo mal, hubo quien intentó defender tímidamente al perro, a riesgo de que le cayera una bofetada. «Probín, tenía hambre», se oyó algún susurro. Cantamos villancicos, nos comimos lo que había, y bebimos un poco de sidra achampanada, que hacía que nos pusiéramos muy pesados, riéramos a carcajadas e incluso aparecieran llantos, justo antes de que los adultos, cansados ya de tanta fiesta infantil, empezasen a mandar al personal a la cama. No había Papá Noel ni se le esperaba, que éramos muchos para el cuento de la chimenea y el ho, ho, ho. Con un poco de suerte venían los Reyes Magos, y cuidadito con las notas, que los nuestros eran implacables y traían carbón del de verdad, no de caramelo.

Eso es lo que recuerdo de la Navidad que vivimos aquellos años: bullicio, familia, sopa, tortillas y el pobre Jafo, rondando. Ni tantos leds, ni tantos gorros rojos y renos con un tipo barbudo y orondo que sólo iba a las casas donde nevaba. Nacimiento con musgo arrancado de los parques, y arena de la playa. Ahí me he quedado, y seguiré echando de menos esa forma de entenderla. Aunque como se suele decir, para gustos, los colores. Feliz Navidad a todos.

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