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Escribo esta columna durante un rato de tranquilidad dominical, en un fin de semana cargado de recados, compromisos y demás asuntos típicos de mayo. En Asturias es éste un mes en el que parece como si de pronto abandonáramos el modo hibernación, y confiados en ... que no nos va a caer ya un chaparrón que nos arruine el día, además de la ayuda de los días más largos, nos ponemos a activar planes, a promover encuentros y a dar besos y abrazos a diestra y siniestra. Para gloria de peluqueros, esteticiéns y centros de depilación, salimos de la cueva osera hambrientos de eventos, pues al fin y al cabo somos seres sociales. Algunos más raros que otros, está claro, aunque homínidos bastante tribales, por lo general.
Es día de papeletas y urnas, y al momento de darle a la tecla desconozco por completo lo que va salir de la consulta que nos han organizado. He depositado mi voto bien temprano, no fuera a ser que se me torciera el día y acabara votando enfadado, con el peligro que ello conlleva. En la mesa donde voto me he encontrado con dos conocidos a los que les había tocado cumplir con el deber ciudadano de asistencia en el sufragio, y recordé la única vez que tuve esa fortuna, honor y carga, todo en uno y al mismo precio. Presidía la mesa, hacía día de playa para mi desgracia, y sólo puedo decir en mi descargo que era muy joven y totalmente inexperto en este tipo de asuntos públicos. Me sucedió entonces que tuve la mala suerte de que la primera votante, una chica muy amable a la que ahora quizás debería llamar votanta, me entregó sus sobres, pues nos habían dicho que teníamos que meterlos nosotros en la urna. «Disculpa, están vacíos», le dije aún dormido, en inocente modo automático, al palpar un sobre sin nada. Entonces ella me respondió, sorprendida, pero enormemente paciente: «Ya. Es que estoy votando en blanco». Le faltó añadir 'chavalín', o 'idiotín', pero fue piadosa conmigo hasta el infinito. Le pedí mil disculpas, y calculo que estuve colorado y rumiando mi torpeza hasta el mediodía. Qué cierto, aquello de que, a veces, la letra con sangre entra.
En lo que se refiere al posible resultado, por explicarlo de algún modo, tengo una sensación parecida a la que tenía hace unas semanas, en vísperas del choque futbolero entre el Madrid y el Manchester City de Guardiola. Por una parte, esperanzado en que les saliera un buen partido a los merengues, de los cuales no son muy fan, pero son los de casa, qué carajo; mas, por otra parte, temeroso de que se pusiera en marcha la apisonadora, el fútbol total, como fatalmente ocurrió, y se extinguiese toda esperanza.
En Asturias, la apisonadora viene dada por nuestra inercia ideológica, que ha ofrecido iguales resultados, salvo puntuales excepciones, desde que se inventó el voto en España. Con Guardiolas y sin ellos, la maquinaria ha funcionado, anulando cualquier intento de alternancia. El sueño imposible, al menos en este país, es que las dos principales fuerzas políticas se pongan de acuerdo en algo, al menos en los asuntos importantes, aquellos que nos deberían unir. Como a día de hoy tal dicha parece una quimera, una utopía absolutamente inalcanzable, hemos de confiar el destino y orden de las cosas a la Diosa Alternancia. Todos sabemos lo que ocurre cuando alguien se perpetúa en el poder, y le coge especial apego al ordeno y mando. Suficiencia, soberbia, goteras, moho... A mi modo de ver, y al de muchos sistemas democráticos, la alternancia es muy sana. No solo espabila, sino que limpia, depura, y descarga ambientes, ergo hábitos. De otro modo, solo tenemos que mirar otras comunidades, y ver cómo han devenido las cosas.
Imagino que, si no es ahora, tarde o temprano la alternancia nos visitará, como una marea que oxigena y modifica la configuración de una costa. No sé, pero son muchos años ya sin cambios, demasiado más de lo mismo. A nuestra piel de toro, o lo que va quedando de ella, ya no la reconoce ni la madre que la parió. Los que se la quieren cargar, influyen y mandan. Y entretanto, aquí seguimos los asturianos, obedientes y agradecidos porque alguna década de estas nos va a llegar el tren, según nos cuentan. El grande, quiero decir; los pequeños es que no entran por los túneles. Habrá quien piense que el problema de Asturias, si es que ven alguno, trasciende a la política, y que es un asunto social, de mentalidad, o de lo que sea. Mas los cambios por algún lado han de empezar, y si no le metemos un meneo al árbol, la peligrosa autocomplacencia nos puede jugar una mala pasada. Quién sabe, oiga. Que sea lo que Dios y Guardiola quieran.
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