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Tomo hoy prestada esta canción de Duncan Dhu para titular esta columna, por dos razones. La primera, por lo de las gaviotas, y la segunda, ... por lo del cien. También porque siempre me ha gustado esa musiquilla, que lo petó en los ochenta. Me trae buenos recuerdos y me encanta sobre todo al principio, con el guitarreo y ese silbido como de llamar a un perro, que suena genial. Los dos chavales que formaban el grupo caían muy bien, en especial Mikel Erentxun, con sus dientes partidos y cara de feo, pero guapo, que tanto molaba a las tías. Un día, andando de bares por Donosti, apareció por ahí el bueno de Erentxun en una motaza, con gafas de sol y un chaleco de cuero a pelo, sin nada debajo, y se armó un lío del carajo. Ellas allí encantadas, y nosotros, sorprendidos, o con ataques de envidia o celos, según cada cual. Ni el mismísimo Elvis la hubiera liado igual; era un máquina ese Mikel.
Volviendo a las gaviotas, son curiosos esos bichos. De lejos son pequeñas, blanquitas, así tan monas, aunque de cerca se hacen grandes e imponen respeto, porque tienen cara de mala leche. Las de aquí son más mansas, pero en otros sitios costeros como las islas Cíes o en playas mallorquinas no puedes abrir una bolsa de patatas porque se lanzan como flechas a quitarte lo que tengas a mano. Parecen inofensivas, pero pueden cambiarte el día en un segundo. Al amigo de un amigo, sin ir más lejos, le amargó la tarde una de ellas este verano, mientras paseaba junto al mar saboreando un helado. Sintió un ¡zas!, y ahí se vio con un gran recado caído del cielo, sobre su cabeza y su impoluto polo blanco. Qué majas estas aves, que no se alivian como un gorrión, ni mucho menos. La de ese día debía de haber trincado los restos de un cachopo XXL, a juzgar por la descarga. Además, este pobre infeliz tuvo que escuchar a continuación el veredicto de su acompañante, lo de que esa gochada viscosa tiene ácido, es corrosiva, y no se quita con nada. De modo que tras un par de juramentos, salió pitando para la ducha de casa.
Sobre lo del cien, lo saco a relucir porque es el número de veces que he aparecido con mis columnas por estos barrios, desde que EL COMERCIO me propuso amenizarles un poco el café de la mañana, hace casi cuatro años. El tiempo pasa a toda pastilla, pero el otro día me dio por contar los papelitos enviados a la redacción de este diario, y me salían noventa y nueve, así que entonces este es el número cien, supongo.
A lo largo de estos cien artículos, o cuatro años, han pasado muchas cosas, dentro y fuera de nuestro país, y también en nuestra región y sus barrios. Algunas buenas y otras no tanto. Da la impresión de que les ha ido bien a algunos sin merecerlo, mientras que el pueblo llano, sencillamente, va tirando. Mejor será no nombrar a algunos mandatarios extranjeros, aunque podríamos aludir a sus pobres madres. De los de aquí tampoco vamos a ponernos a lanzar elogios, al menos desde esta columna. Algunos socializadores de lo ajeno (mas no de lo propio), con coleta y sin ella, parecen haber pillado durante este tiempo un buen cacho. A unos pocos les van a pasear por los juzgados, o al menos eso espero; pero al resto, buena cosecha, y después feliz libranza. También les ha ido de cine a 'indepes', nacionalistas, separatistas y etarras, para qué negarlo. Y tampoco los okupas, anti sistemas y desobedientes civiles varios se pueden quejar, que ha habido rebajas. El responsable de este desaguisado, a estas alturas, ya se sabe quién es y cómo se las gasta.
Entretanto, los que ya peinamos canas y desconfiamos de los presuntos benefactores sociales, nos seguimos asomando a la realidad de las cosas resignados unas veces y, las otras, indignados. La juventud por ahí anda, tirando de sus vidas y quizás algo despistados, seducidos con falsas promesas, bonos culturales y Aladinos con sus lámparas, aunque presionados por el mismo que dice darles, y sin ni poder soñar con tener su propia casa.
En fin, que cien veces, o cuatro años, no son nada. Ni siquiera veinte, como diría Gardel. Tan solo espero haberles entretenido un rato de vez en cuando, desde el respeto y sin haber cabreado a nadie más de la cuenta. Si a alguien le han picado las orejas al leer mis columnas, pues sí, estaba en lo cierto, era a él a quien apuntaba. O a ella, que las hay muy, muy bravas.
Como una gaviota, aunque pegado al suelo por no tener sus alas, espero seguir revoloteando por estas costas patrias. Homenajeando a quien algún día me animó a sentarme a unir palabras, y agradeciéndoles a los que, por no tener nada mejor que hacer en ese momento, se asoman a estas misivas. Tan sólo espero que de aquí en adelante, y a diferencia de la gaviota de mi amigo del helado, mis cagadas sean pocas, ligeras, no demasiado tediosas, y se quiten fácilmente con un poco de ajo y agua.
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