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En una noche de junio de 2016, Carlos López Otín recibía un reconocimiento social más. Era en Oviedo. Tuve el encargo de glosar su mérito. Lo tomé como un honor. No fue difícil. Ya lo había hecho años antes en Avilés y lo presencié después ... en otras localidades, muestra de la alta consideración popular que el profesor Otín merece. Eso de debe doler a los aficionados al esperpento, versión deformada del país que no se tiene respeto a sí mismo, y en la que la envidia es un factor tan relevante que para hacerse perdonar su genialidad Valle consideró una suerte quedarse manco.
Aquella noche de primavera comencé manifestando mi respeto por el colega. No estaba de más. Un viejo zorro de la política italiana decía que tenía 'amicci intimi, amicci, conocidos, rivales, enemigos y colleghi'. Su experiencia debió de reforzarla con la lectura de 'El nombre de la rosa', la apasionante novela que refiere los crímenes en el convento. Sin embargo, aquella noche los de extramuros premiaban a un científico de excelencia que se hacía querer. Pues si por un lado continuaba la mejor tradición investigadora española y la proyectaba lejos, por otro era un hombre siempre bien dispuesto. Una persona con talante de bien hacer. Y como la gente lo reconocía, orgullosa y agradecida le premiaba.
Como maestro, Otín está empeñado en reestructurar, por la vía de la acción excelente, una academia centenaria, a la que le cuesta reconocer que su fuerza está en el genio creador de sus componentes. Las universidades son organizaciones de servicio avanzado y sujetas, como cualquier otra, a un principio universal, que dice que la cantidad de desorden tiende a incrementarse con el tiempo. Es el segundo principio de la termodinámica. Ya conocido por los antiguos griegos como Moira: el destino. Ellos otorgaban la categoría de héroe al que era capaz de torcer el brazo al destino, de reestructurar, de luchar contra la ley de Murphy, de añadir valor, de preparar a la organización para un nuevo horizonte y avanzar hacia él. Los héroes, que no son dioses, sino simples hombres, lo son porque reciben de aquellos unas gotas de un líquido mágico, que llaman entusiasmo, y que es tan poderoso que lo administran con cuentagotas. En Sabiñánigo, Otín recibió de niño, 'entre besos de nieve y de cumbres', unas cuantas. Las suficientes para aventurarse a explorar las costas más misteriosas para la humanidad, adentrarse en regiones desconocidas, y enfrentarse a monstruosos cangrejos devoradores de hombres. Así fue como pudo cartografiar 60 nuevas islas del genoma humano, y abrir rutas para atajar la progresión tumoral, el envejecimiento acelerado, la leucemia linfática, la muerte súbita y el melanoma hereditario.
Y esta exigente, y arriesgada, labor de investigación la ha comunicado a sus pares en más de 350 publicaciones en las revistas científicas de mayor prestigio mundial; por lo que ha entrado en el panteón de los científicos más influyentes de Europa, siendo el primer español entre ellos. Esto, por lo visto, ha hecho aún más peligrosa su tarea. En la que no ha estado solo, pues ha creado un equipo de jóvenes científicos que le tienen por maestro, entrañable y sabio. Con ellos es generoso y paciente, y les inculca respeto y responsabilidad para ejercer bien su oficio. Con semejante tripulación y pericia los mejores navíos suelen superar los mares más hostiles; pero perderse en puerto. Eso también forma parte del destino, contra el que tiene que luchar el maestro. Por eso, también es héroe. Por aceptar, sabiendo lo que le espera, el compromiso que adquirió con sus predecesores: el de alargar la línea gris del conocimiento que aquellos fueron trazando. Severo Ochoa, Grande Covián, Margarita Salas, Luis Oró, Ramón y Cajal, generaron ambientes de excelencia. Sin ellos la academia se convierte en otra cosa; por eso, ser maestro en la Universidad es muy importante. Y muy difícil. Pues la excelencia está un punto por encima de la calidad; no se mide con la ayuda de manuales de procedimientos, sino que se respira en el ambiente. El maestro es capaz de inducir una práctica genial; con ella, su equipo crea una acción sorprendente, que renueva el aire de las viejas organizaciones.
Hacer y dirigir tales equipos requiere años de estudio, que en el caso de Otín empleó en prestigiosas universidades y hospitales, españoles, suecos y americanos, que probaron su talento, a la vez que el trato cercano con sus maestros forjó su voluntad. Ambos los pone a disposición de los asturianos de muchas formas, siempre generosas, pues lo mismo atiende a un colega para hablar sobre la enfermedad que roe a un ser querido, que imparte una charla para los niños de Ibias, en un aula cuyas sillas se convierten en biplazas. A la par recibe prestigiosos doctorados y premios, como el europeo de Bioquímica, el Dupont de Ciencias de la Vida, el de Ciencia y Tecnología de México, el Carmen y Severo Ochoa, el Jaime I de Investigación, el Santiago Ramón y Cajal...
El catedrático Carlos Lopez Otín es ya hijo muy querido de Asturias, que lo adopta y lo comparte con Aragón. Y un emblema para la Universidad de Oviedo, que con su magisterio se regenera para un nuevo ciclo. Como hizo hace algo más de un siglo, cuando siendo la más pequeña de las diez españolas, un grupo de profesores, con acción excelente, consiguió elevarla a los puestos de la mayor relevancia científica y reconocimiento social. Volvió a ocurrir setenta años después. Ahora se repite. Salud, maestro Otín. Amanecerá Dios y veremos.
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