Serán muy pocas las personas que a estas alturas de la historia nieguen la importancia del ferrocarril en el desarrollo de las sociedades más avanzadas.

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Quienes crecimos viendo cine estoy seguro de que podríamos citar el título de más de una película, del género que ... sea, en la que el tren jugaba un papel protagonista.

Después supimos de la existencia de trenes míticos: me vienen a la memoria el Transiberiano, con un itinerario de más de 9.000 kilómetro que une Moscú con Vladivostok, o el del Fin del Mundo que en Usuhaia, (Argentina) recorre poco más de un pueblo o, incluso, el de Saigón que atraviesa el mercado de la ciudad.

Sin embargo, en un momento determinado (en España a finales de los años 70) el ferrocarril comenzó a dejar de jugar un papel preponderante, siendo sustituido por coches y aviones para el transporte de viajeros y por grandes camiones, que recorrían las autopistas europeas cargados de mercancías.

La inmediatez, por una parte, y los beneficios para los dueños de este tipo de industrias, por otra, llevó al ostracismo a uno de los referentes esenciales del desarrollismo en el mundo.

Reflexiono sobre todo esto al conocer que en este país «el uso del tren se dispara y evita más de 75 millones de desplazamientos en coche en ocho meses», eludiendo, además, «la emisión de 112.000 toneladas de CO2».

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Si este mundo se guiase por el bien común, no parece que habría ninguna duda respecto a la necesidad de recuperar el papel del ferrocarril en las sociedades desarrolladas. Sin embargo, los dueños del sistema no suelen aplicar la razón para llevar a cabo sus políticas y sus negocios que, en definitiva, son lo mismo.

Es un debate interesante saber quién va a ganar esta batalla, la racionalidad o los dividendos. Pueden hacer apuestas.

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