Hace algunos años tuve el honor, y la satisfacción, de compartir unos días de vacaciones con un cosmonauta. Fue en Yalta (Crimea) y en aquellos momentos era el hombre que más tiempo había permanecido en el espacio. Su nombre, Alexandr Laveikin, quien participó en la ... misión espacial Soyuz 2 siendo distinguido con las máximas condecoraciones de su país.

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El día que nos despedimos me prometió que la siguiente vez que volviese al espacio, al sobrevolar Asturias me recordaría a mí y a mi hermosa familia, aunque, me insistió en ello, «desde allí arriba lo que se ve es un único mundo».

Recordé al bueno de Alexandr al leer estos días una entrevista con una astronauta estadounidense, la afroamericana Stephanie Wilson que, entre otras cosas interesantes, dice que «desde el espacio no hay fronteras. Estamos aquí juntos, todos en el mismo barco. Tenemos una sola tierra y debemos hacer todo lo posible para vivir en armonía en ella».

Cuando se acaba de cumplir un año del salvaje atentado de Hamás en Israel y de la no menos salvaje respuesta de Netanyahu, a la que sólo puede calificarse como genocidio, apoyada además por Estados Unidos y la Unión Europea con armas y dinero, por una parte, y con el silencio cómplice por otra –como igualmente ocurre en la de Ucrania y en las otras 54 guerras que tienen lugar en este momento de las que apenas se habla–, no deja de llamarme la atención la claridad con la que estas dos personas, que desde sus naves pudieron contemplar este pequeño planeta, hablan de la necesidad de entenderlo como uno solo.

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No sería malo, entonces, enviar al espacio a quienes dirigen el mundo y, sobre todo, a quienes desde la sombra lo gobiernan y organizan las guerras y que se quedasen allá arriba, al menos, durante algún tiempo

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