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Este pasado martes, alrededor de las 7.20 horas, siete jóvenes, cubiertos sus rostros con bufandas y pasamontañas, detuvieron un metro de la línea 9 de Madrid y delante de los pasajeros que en ese momento viajaban en el convoy, se dedicaron a pintar los ... vagones del mismo.
En los treinta minutos que duró la operación les dio tiempo a manchar 84 metros cuadrados, lo que significa, según fuentes de la empresa, que la limpieza y adecentamiento de los coches dañados costará 3.300 euros.
Siendo consciente de la subjetividad que existe a la hora de hablar de arte, no se pretende desde estas líneas negar la validez de los grafitis como una muestra de acción cultural, pero al igual que no todas las personas que pintan cuadros pueden compararse con Velázquez o Van Gogh, no todos los que se dedican a esta actividad pueden ser Banksy o Shepard Fairey o Lady Pink (algunos de los nombres más significativos en ese campo).
Por eso repudio el comportamiento de estos siete personajes, que lejos de crear una obra de arte en los vagones del metro llevaron a cabo un acto de gamberrismo, con el que además de causar desperfectos materiales, generaron un problema de gravedad para quienes a esa hora viajaban en el metro. Y no hace falta ser un lince para darse cuenta que eran, mayoritariamente, personas que se dirigían a sus lugares de trabajo.
Frente al arte urbano que en los últimos años fue ocupando calles y plazas, y que poco a poco va obteniendo el reconocimiento que se merece, existe este otro grupo de los llamados grafiteros que, lejos de dejar una muestra de su maestría en el manejo de los aerosoles, lo que dejan es una inmensa huella de mugre donde ponen sus manos y eso es lo que desde aquí rechazo.
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