Cada fin de semana veo dos partidos de fútbol de las categorías llamadas inferiores (el ser abuelo, además de las enormes satisfacciones que te aporta, también conlleva algunas obligaciones).

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Por unas u otras razones, aunque, posiblemente, la principal haya sido porque me gusta, hace años ... que dejé de asistir a los grandes estadios a ver el fútbol profesional, porque hoy, en general, prima el anti fútbol y rara es la jornada en la que incidentes ajenos al desarrollo del partido no ocupen grandes titulares en los medios de comunicación. No importa que estos episodios tengan que ver con insultos racistas o con otro tipo de agresiones, el hecho es que se producen.

El pasado fin de semana, en el encuentro celebrado en Madrid entre los dos principales equipos de la capital, las circunstancias que se dieron obligaron al árbitro a suspender temporalmente el partido.

Sin tanta repercusión, pero, a lo que parece, con mayor virulencia, en Torrelavega, acabado el partido entre un equipo cántabro y uno asturiano, en el aparcamiento próximo al campo de fútbol se originó una batalla entre familiares y jugadores de ambos equipos.

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Millones de personas en todo el mundo siguen este deporte, que en su día fue una escuela de valores y que acabó convirtiendose en un espectáculo en el que oportunistas de cualquier pelaje encontraron su gallina de los huevos de oro, mientras que para la inmensa mayoría es una fuente de gasto y también de frustración y amargura.

En todo caso, la pelota, pese a que se ande a patadas con ella todo el día, continúa siendo el objeto más inocente y más puro del mundo del fútbol, hoy y siempre. Y para comprobarlo sólo hay que regalarle una a cualquier menor, niño o niña, que a través de ella construirá sus sueños.

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