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Hace días se celebró el primer debate televisivo entre los candidatos a la presidencia de EE UU, Joe Biden y Donald Trump, y según los analistas de medio mundo ni uno ni otro debieron de quedar muy satisfechos con su papel
Uno, Biden, porque debido ... a su edad ya no está en condiciones de llevar a cabo una discusión política, mucho menos de gobernar y otro, Trump, porque sus mentiras sobrevolaron el escenario que se había montado para el debate y que, es previsible, continuarán en el caso de que llegue a gobernar.
No pretendo en estas líneas aplaudir o rechazar a uno u otro, sino señalar que la mediocridad se impuso, siendo la mayoría de la población consciente de ello. Lo dramático es que esto no ocurre solamente en EE UU, aunque en este caso, al tratarse de la, hasta ahora, nación más poderoso de la tierra, la pobreza intelectual tenga mayor trascendencia.
Pero igual ocurre en la mayoría de los países del mundo en el que sus dirigentes difícilmente aprobarían un examen respecto a conocimientos generales de historia, de geografía, de economía, de política. Y es seguro que suspenderían, sin ninguna duda, en sentido común, en educación, en solidaridad, en honestidad.
Lo más curioso es que las sociedades aceptan esta realidad sin pestañear, porque ellas mismas viven también en la mediocridad que las lleva, por otra parte, al silencio y al seguidismo, lo que permite a los líderes campar a sus anchas sin que nadie les ponga freno.
Sin embargo hay una parte mucho más pequeña de la sociedad que, gracias a la mediocridad y al mutismo de la mayoría, acumula beneficios incalculables y otra parte, también muy pequeña que merced al silencio y a la mediocridad está condenada a la lucha y al ostracismo, o directamente, a la represión. Y así nos va.
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