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En medio de tanto dolor y tanta muerte, esta misma semana una noticia, no exenta de dramatismo, apareció en distintos medios de comunicación internacionales, aunque sin merecer grandes titulares.
En la costa brasileña de Pará unos pescadores vieron a la deriva una pequeña embarcación, en ... la que al acercarse comprobaron que llevaba a bordo nueve cadáveres en un estado de avanzada descomposición.
La policía del país informó de que «las víctimas eran migrantes del continente africano, de la región de Mauritania y Malí», y pese a que las costas de esos países se encuentran a 4.200 kilómetros de Bragança –la provincia brasileña en la que acabaron esos hombres–, no son los primeros que intentando llegar a Europa acaban al otro lado del Atlántico.
Llevamos tantos años ya escuchando y leyendo noticias que hablan de la muerte de personas que, procedentes de distintos países africanos, acaban sirviendo de comida a los peces del Mediterráneo, que no nos damos cuenta de que ya no es sólo el 'mare nostrum' el que recibe los cuerpos de esa juventud repleta de valor y de sueños, que, harta de hambrunas y miseria, se lo juega todo a una carta cuando decide embarcarse en cayucos y pateras para llegar a la deseada Europa.
Conozco a un joven senegalés que, junto a otros 149 africanos, se subió a una patera y tras cinco días y cinco noches de miedo, angustia y tristeza, llegó a la isla del Hierro, en Canarias. A él y a sus compañeros de viaje les explicaron que los traerían a Europa, pero nunca supieron a qué lugar del viejo continente.
No es difícil imaginar cómo vivieron esa travesía hasta Brasil los migrantes que salieron de sus costas de origen y qué pensaría mientras esperaba la llegada de la muerte el último en quedar sin vida.
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