Lo de ver pelar las barbas del vecino parece que hace ya tiempo que desapareció como advertencia en el imaginario colectivo. Tampoco resulta demasiado amenazadora la marea que se extiende y que ya nos roza los pies, y que pronto anegará todo lo que fuimos ... y aquello que nos hacía sacar pecho y sentir orgullo. La inercia es una coartada segura: siempre nos quedará el recurso de no creí que, no pensé qué, cómo íbamos a imaginar. Si a eso se suma la deliberada ignorancia, el efecto avestruz, la ecuación empieza a completarse. Y la incógnita a despejar es sencilla: tenemos los servicios públicos si no en riesgo de desaparición (que también), en un proceso de deterioro tal que un día nos quedaremos sin ellos, como nos quedamos con cara de tontos después de que las decisiones tomadas con la crisis como excusa nos dejaran sin tantos derechos que parecía imposible perder.

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Más allá de la complejidad de los presupuestos, de las decisiones políticas, de la carga ideológica que enseña la patita ya sin ningún tipo de pudor y que consiste básicamente en un sálvese quien pueda y el que venga detrás que arree, hay una consideración que a mí siempre me deja con una duda que cada vez se va pareciendo más y más a una certeza: no hemos aprendido nada. No hay forma humana de meternos en la cabeza que lo público es de todos. Que cuando se vandaliza mobiliario urbano no se fastidia al alcalde: que somos todos los perjudicados. Que cuando se deteriora un servicio es algo que nos afecta a todos. Que cuando un monte se quema ya no es aquello de algo suyo se quema, señor conde, como en su día apuntaba Perich, que todos lo pagamos, y lo pagaremos con la salud y con la vida. Que llevarse a casa folios de la Administración no es como cobrar una comisión, o distraer unos fondos, pero sigue siendo una deslealtad con lo de todos.

Alguien, a saber por qué razón, ha ido sembrando desde siempre la idea de que lo público no es de nadie, es algo que está ahí, como nacido por generación espontánea, y ahí se mantiene. El sentimiento de pertenencia queda diluido mientras la defensa a ultranza del bolsillo se eleva a unos niveles nunca vistos. Despreciamos lo público con displicencia, abusamos de los servicios, consideramos a los empleados públicos 'nuestros' empleados, eso sí, y exigimos olvidando por completo que alguna vez tuvimos educación. Y sí, cuando pensamos que hay que defender la Sanidad, damos por hecho que deben hacerlo los sanitarios, que para eso cobran. Como si no se nos fuera en ello la salud y la vida. Como si no fuera nuestro, de todos. Y seguimos actuando como si los derechos no pudieran perderse.

Había cosas que parecían para siempre y tal vez un día no muy lejano serán recuerdo. Nos tocará ser la generación que vivió el espejismo de la prosperidad social, de la sanidad envidiable, de los servicios públicos de calidad. Y cuando la justicia social que apenas llegamos a atisbar sea sustituida por el capricho bondadoso de los caritativos, nadie entenderá que nos dejáramos robar lo nuestro, lo de todos, mientras poníamos alarmas como locos para defender lo de cada uno.

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