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...el asombro que resulta de que, cuando las luces de la salud se apagan, emerjan países aún sin descubrir (Virginia Wolf)
Dice Ernesto Sábato que la ciencia es algo así como la nueva religión, que le hemos dado el papel transcendente, que confiamos en ... ella para que nos salve. Y una cama de hospital es uno de los santuarios de esa ciencia. La habitación hospitalaria es un microcosmos de la sociedad en que vivimos, ahí está una tecnología sanitaria que apenas entendemos, pero que sirve para ligarnos a la vida, es un espacio que puede contener la alegría y la desolación, la existencia y la muerte, las diferentes posibilidades económicas. Solo se nos libera del rendimiento, pues hasta el omnipresente aparato televisivo ofrece su pantalla como distracción. Y la cama es el epicentro de ese espacio, en el que pasamos, en definición de Virginia Woolf, a ser miembros del ejército de los tumbados. Pero hay muchas formas de pertenecer a ese particular ejército y quizás la más profunda es cuando la enfermedad sume a la persona en la inconsciencia, sea con mayor o menor grado.
El enfermo inconsciente está ahí y al mismo tiempo no está, permanece su cuerpo, pero produce la impresión de que el ser se ha ausentado, como si se hubiese exiliado a un profundo interior. Y los que están al otro lado, intentan comunicarse con esa persona, lo cual no es fácil. Porque en ese estado se viaja entre la recuperación y el descenso, el cuerpo de un enfermo inconsciente no deja de ser un enigma, por mucho que haya avanzado la medicina. «La vida y la muerte se asocian en un intercambio simbólico», señala Byung-Chul Han. La ciencia se adueña del cuerpo, puede ocuparse desde la alimentación hasta de la propia respiración. Son los dos elementos que marcan la existencia: se respira, se vive. «La respiración siempre ha sido el símbolo de la existencia, su metonimia, su sello», expone la filosofa Donatella di Cesare. No en vano, la pandemia que estamos padeciendo se caracteriza por ahogar la respiración. Y para mantener esa respiración, es necesario que el cuerpo se alimente. En el enfermo inconsciente esas y otras funciones se hacen artificialmente. La tecnología sanitaria se ocupa de las funciones vitales del enfermo y sin duda es un avance, pero al mismo tiempo presenciar a la persona entubada, rodeada de sondas por todas partes, habitando un débil hilo de vida, resulta terrible y doloroso. Es posible que la química evite el sufrimiento del enfermo, pero es cuando el dolor casi se puede palpar, como si fuese algo físico.
En esa pérdida de soberanía sobre el propio cuerpo, el enfermo sin consciencia es un enigma. Se le habla al oído en un susurro, como si no se le quisiera despertar y que al mismo tiempo nos oyese, en algunos casos tratando de entablar un dialogo, que en la normalidad sería imposible o muy difícil. O cuando abre los ojos, en ocasiones por unos segundos, incluso por un gesto instintivo, se intenta esa comunicación visual que es ver y al mismo tiempo ser visto. Y la piel, el tacto trata de percibir a un ser que nos puede estar muy cercano, pero que en esos momentos parece habitar muy lejos. Así se aprieta la mano, buscando que ésta nos responda, que se muevan los dedos, la señal de que la inconsciencia es solo un estado, que la persona sigue estando ahí, que incluso nos reconoce. No se sabe cuáles son los sentimientos y sensaciones de quien está en la cama, pero del otro lado es liberarle de las sondas, de las máquinas, regresarle a quien era antes de ser parte del ejército de los tumbados. Es una suerte de regreso imaginario, poner luz en el túnel de la oscuridad, pues es posible que la no-vida se termine imponiendo. En esa situación, el lenguaje médico produce una suerte de ambivalencia. Dice la Woolf que «la pobreza del lenguaje obstaculiza la descripción de la enfermedad», pero más que la pobreza, es la neutralidad científica lo que nos crea a los profanos, extrañamiento y lejanía: «Pero el análisis científico es deprimente: como los hombres que ingresan en una penitenciaria, las sensaciones se convierten en un número», expone Sábato. Quizás se busque que las palabras huyan de la tragedia; se nombra lo que sentimos, con palabras que no sentimos. Porque la consciencia debe ser conciencia, como define Byung-Chul Han: «Una conciencia incapaz de estremecerse es una conciencia cosificada.(...) Lo único que mantiene la vida con vida, es estar impresionado por lo otro».
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