Nada que no hayamos vivido

Me preocupa, sobre todo, el clima de agresividad mantenido, absolutamente contrario a Derecho, máxime cuando toda discrepancia tiene cauces pacíficos para manifestarse y cuando nuestro Estado propicia la tutela judicial efectiva

Viernes, 17 de noviembre 2023, 21:46

La memoria es frágil y la política corre a gran velocidad. Casi me había olvidado de que, el 7 de enero de 2020, para este periódico, a propósito de una sesión de investidura, estaba escribiendo el artículo 'Rasgarse las investiduras'. En él decía que «ha ... querido trasladarse al país -lo que, guste o no, es legítimo- la visión apocalíptica de un Gobierno como la bestia de siete cabezas, incluidas las de los sucesores de quienes alentaban el terrorismo vasco y los separatistas violentos de Cataluña. Lo que no es tan legítimo -y me remito a los actos propios de quienes pactaron la condena del transfuguismo- es invitar o incitar, por no usar términos más graves, dadas las amenazas, a diputados que apoyaron al señor Sánchez en la primera votación para cambiar el sentido de su voto en la segunda». Y añadía: «Esos mensajes y gestos de escándalo, de duelo por la ruptura supuesta de España, es, justamente, lo que se identifica con la expresión 'rasgarse las vestiduras', tan común entre los hebreos y tan inmortalizada por San Marcos». Porque hace casi cuatro años pasó casi lo mismo que ahora. Entonces «167 votos de ocho formaciones frente a 165 de la derecha» dieron, en segunda votación por mayoría relativa, el apoyo a Pedro Sánchez. Unos votos, sigo copiándome, que «preludian poca estabilidad. Y yo comprendo y hasta comparto que hay compañías poco deseables y, en todo caso, dudosamente compatibles con el ideario del PSOE (…) Porque la única argamasa de todos contra la derecha, es bastante pobre».

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Este jueves pasado, eran las trece y trece de la tarde (una hora muy poco taurina), en el hemiciclo del Congreso, algo parecido al graderío de un coso, cuando electrónicamente y de viva voz de la presidenta, comprobamos lo ya previsto: 179 señorías frente a 171. No diré que no faltó ni el gato para no ofender a nadie, aunque a mi felino nunca le escuché insultar a nadie.

Quizá la única diferencia sustancial entre las dos investiduras es la algarabía continuada y los brotes de violencia en la calle y a la puerta de las sedes socialistas. Algo, en verdad, preocupante y que se une a las incertidumbres y temores de unos pactos para la investidura, aún no conocidos en su integridad, que no invitan a la tranquilidad en la legislatura. Yo me he confesado reiteradamente preocupado y crítico ante esos aliados coyunturales con los que es difícil llegar al puerto de 2027 y a numerosas aprobaciones legislativas y con asuntos previsiblemente sometidos al veredicto del Tribunal Constitucional.

Me preocupa la gestión, me inquietan las concesiones que puedan generar privilegios territoriales y personales y me asusta la crispación y hasta malos modales advertidos en la Cámara Baja. Tampoco me gusta la burla o las chanzas a costa de idearios ajenos o meteduras de pata. Me gusta la seriedad, igual que me sulfuran los docentes que convierten las clases en un chiste permanente. Contar las cosas con gracia no es lo mismo que ser un payaso, y un Parlamento no puede ser un 'hemicirco'. Me preocupa todo eso, pero más el clima de agresividad mantenido, absolutamente contrario a Derecho, máxime cuando toda discrepancia tiene cauces pacíficos para manifestarse -y no pocos así lo hacen- y cuando nuestro Estado, con todos sus defectos, propicia la tutela judicial efectiva y no hay acto o norma que no tenga un foro donde ser combatidos.

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No quisiera que España, ante Europa y el mundo, sea identificada con la violencia en las investiduras: ahí está el 23F de 1981, que, antes de la votación del señor Calvo-Sotelo los diputados sufrieron en el interior del palacio de la Carrera de San Jerónimo y muchos vecinos -o estudiantes, como fue mi caso-, en el exterior, a pie de calle. Ojo, pues, con no ser radical a la hora de desacreditar los episodios que se salen de las discrepancias mesuradas, por rotundas que sean en sus argumentos. Cada día tiene sus propios afanes, recoge San Mateo (y no sólo el libro biográfico del exministro Jorge Fernández Díaz) y habrá ocasiones para discrepar de las decisiones del nuevo Gobierno. Incluso, si se diera el caso, para censurarlo. Por encima de mis lealtades ideológicas, yo seré el primero en decir si algo me disgusta o me parece de dudoso encaje jurídico o social. Pero, por favor, que quienes se dicen defensores de la Constitución no se olviden de que ésta proclama en su artículo 10 la paz social.

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