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Mirando a mi alrededor, lo que me apetece es titular este comentario 'El veto en España', pero no lo hago por dos razones. La primera, porque podría parecer una parodia, casi folclórica, de la canción del beso, de Adrián Ortega y Fernando Moraleda, cantada por ... numerosos artistas; al menos, que sepa, desde Celia Gámez. Y, en segundo término, porque hay vetos internacionales dramáticos, como estamos viendo en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, donde el derecho a oponerse y parar cualquier iniciativa no es más que un privilegio de quienes, hace casi ochenta años, se sintieron los amos del mundo.
Pero, en efecto, en nuestro país hay demasiados vetos, aunque sean de boquilla y el tiempo no tarde en evidenciar su escasa solidez. Llevamos ya unas décadas en las que en las campañas electorales –o incluso al final de un escrutinio, como acaba de ocurrir en Cataluña– un partido político se conjura, públicamente, para no pactar con otras fuerzas que considera antipódicas. La escenografía ha llegado, en alguna ocasión, hasta el extremo de acudir a una notaría para que el fedatario levantara acta de lo que sólo es un brindis al sol. Hemos visto, en poco tiempo, a fuerzas conservadoras jurando que no pactarían con la extrema derecha y ahí tenemos parlamentos autonómicos y ayuntamientos gobernados en coalición. Con incomodidad, pero haciendo de la necesidad virtud. El mismo presidente del Gobierno tuvo que justificar como un «cambio de opinión» los pactos que lo llevaron y mantienen en La Moncloa, tras proclamar poco antes que con ciertos nacionalismos, ni agua. Eso es la política y de ahí que el veto, al margen de su valoración ética, esté políticamente desacreditado. Ahora mismo estamos asistiendo a una metamorfosis, por ejemplo, en la posición de Esquerra Republicana de Catalunya en cuanto al veto a don Salvador Illa. Primero, el presidente Aragonés afirma tajantemente que no se arrimará a los socialistas, pero, como ya ha dicho que deja la política activa, otro vendrá a decir Diego donde el Honorable dijo digo.
Pero no sólo el veto, normalmente más visceral que fruto del razonamiento, se da en los ámbitos políticos. Desgraciadamente –y creo que muchos lo hemos visto– desde la infancia, en las pandillas, siempre hay un mandón o mandona que excluye del juego o el paseo de pandilla a otra criatura. Ahí empieza la marginación, cuando no el acoso. Muchas veces tras estos vetos tan penosos está una educación tibia en valores: la igualdad, el compañerismo, la evitación de prejuicios sociales o hasta racistas… Tachar a alguien es un signo de prepotencia y, como ahora se dice, de supremacismo: tú sí, tú no y yo, totalitariamente, soy quien decido. Y lo malo es que a estos tiranos, de niños a viejos, hay quien les sigue la corriente reforzando su 'liderazgo' despreciable.
Aunque las cosas pienso que han cambiado bastante, la intolerancia eclesiástica también ha propiciado mil vetos, incluso sobre los seres más inocentes. Las negativas a bautizar niños de filiación 'non sancta' o los prejuicios hacia determinados colectivos por los que, me consta, otros religiosos dan hasta la vida. Siempre hay contrastes bien lamentables. Como lo es, en una perspectiva secularizada, los vetos a profesionales sanitarios, no pocas veces injustificados, y no me refiero sólo a la petición de cambio de médico por supuesta desatención o mala praxis (juzgada por profanos), sino, también, en esta sociedad ya multicultural, por razones de género. Confesiones que no toleran que a una mujer la examine un facultativo masculino. Por cierto, otro día contaré un supuesto propiciado por la redacción inclusiva de un artículo del Estatuto catalán de 2006.
También en la Universidad –y puedo hablar en plural– los vetos son algo aún muy frecuente. Sigue habiendo caciques en algunos departamentos y todos sabemos de carreras académicas truncadas por el veto, muchas veces dudosamente fundado, de malas gentes, porque la toga y la muceta no confieren halo de santidad. En parte porque se ejerce mal la autoridad correctora o, simplemente, se hace dejación de la misma por quienes entienden que hay cosas más importantes o mediáticas que gestionar.
Menos prejuicios, menos autoritarismo, menos promesas vanas y más realismo a la hora de vetar algo o a alguien. El tema tiene muchas aristas, alguna casi cómica y otras más penosas. Si hay vetos que lesionan intereses y promociones particulares, hay otros –los políticos– que no tienen empacho en perturbar el interés general. Esperemos que no sea el caso de Catalunya, donde las iniciales negativas a contribuir a su renacida normalidad acaben por apoyarse sólo en el cuanto peor, mejor; mal de muchos… y otras expresiones igual de penosas.
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