Se salvarán de la quema

Es muy triste que por circunstancias diversas, como nuestra exuberante naturaleza (los árboles no dejan ver al delincuente), la carencia de medios suficientes para la persecución o la escasez de denuncias, la mayoría de los incendios forestales intencionados queden impunes

Domingo, 2 de abril 2023, 01:18

Es inevitable, por más que otros con mejor pluma y más conocimientos lo estén haciendo, hablar de la catástrofe de los incendios y de mi pesimismo, en cuanto a la restauración o reparación de los daños y en lo tocante a la detención de los ... culpables. Me resulta particularmente imposible sustraerme a comentar este drama, humano, patrimonial y ambiental, porque, desde mi Facultad, estoy viendo las llamas del monte Naranco y mi casa de Cadavedo está muy próxima al foco más crudo de cuantos se vienen registrando en el Principado.

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Hace unos pocos años escribí una monografía jurídica titulada 'Los poderes públicos y el fuego' y aunque me centré en los incendios urbanos, algo aprendí, también, de los forestales y rurales. Y, desde luego, como bien saben en el Seprona, por cada incendio accidental hay unos cuantos provocados. Viendo el mapa de las llamas en Asturias, la duda ofende. Si un monte presenta dos focos distantes, ¿qué duda puede caber? Psicólogos y criminalistas sabrán de estas conductas, que van más allá, aunque el tópico no sea falso, de quemar para recalificar y no sólo a efectos urbanísticos. También parece que hay personas que, desesperadas, porque todo les va mal, quieren socializar su irritación: todos contra el mundo, todos contra el fuego.

Estamos en una sociedad avanzada en derechos, pese a todos los peros del sistema, con una Constitución en España que proscribe la pena de muerte y los castigos inhumanos o degradantes. Pero, como ahora diré, eso no fue siempre así en relación con la piromanía criminal. Es muy triste que, por circunstancias diversas, como nuestra exuberante naturaleza (los árboles no dejan ver al delincuente), la carencia de medios suficientes para la persecución o la escasez de denuncias (palabra muy mal vista en España, quizá por nuestros enfrentamientos civiles y las delaciones), la mayoría de los delitos de este tipo quedan impunes. Y vidas, haciendas, patrimonio público, flora y fauna, doméstica y salvaje, se quedan sin redentor. Por no hablar del coste de las labores de extinción, muchas veces también humano.

Estos malnacidos se salvan de la quema doblemente. Primero, porque rara vez los pillan y, segundo, porque, de aprehenderlos, se les tratará con delicadeza y garantías procesales que, en la conciencia colectiva y en caliente, no se merecen.

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El fuego ha sido históricamente, durante siglos, tipo y pena. Aún el código del Rey Sabio, al referirse a la pena de muerte, establece que «puede ser dada al que la mereciere cortándole la cabeza con espada o con cuchillo, pero no con hoz de segar; otrosí puédenlo ahorcar o quemar o echarlo a las bestias bravas que lo maten. Pero los juzgadores no deben mandar apedrear a ningún hombre, ni crucificarle ni despeñarlo de peña, ni de torre, ni de puente ni de otro lugar». La hoguera, pues, no sólo era método lícito de ejecutar la entonces llamada «pena de la muerte principal», sino que se entendía menos cruel que la precipitación, la lapidación o la crucifixión, muy posiblemente por sus connotaciones bíblicas. Y la conducta de los incendiarios podía llegar a ser castigada con la muerte en las llamas causadas por el propio delincuente si era pillado in fraganti, aunque en el siglo XIII el clasismo era manifiesto en las leyes represivas: si el incendiario «fuere hijodalgo u hombre honrado, debe ser desterrado por ende para siempre», pero si lo fuese «de menor guisa o vil, y fuere allí hallado en aquel lugar mientras que ardiere el fuego que él puso o encendió, debe ser luego echado y quemado en él» y si no lo detuvieran en el lugar de los hechos, sino después, «mandamos que lo quemen por ende». Mejor censuramos la venganza en nuestras mentes, pero si aludimos a una norma de hace ocho siglos, me pregunto cuántas décadas tardará nuestra naturaleza en reponerse. De lo irreparable, ya ni hablo. La contestación parece clara: nunca se restaurará plenamente porque este mal tan añejo y extendido volverá a devastarnos una y mil veces, aunque sea a menor escala o extensión.

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