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No trato de copiar, en el título de este comentario, el de la famosa película de Robert Wise e interpretación recordada de Julie Andrews, porque tal denominación comercial era una mera traducción al español de la de 'Sound of Music', quizá más acertada porque la ... canción que, de facto, se superponía a la banda sonora, con su letra alfabetizada, era muy pegadiza y durante años no hubo perro ni gato que no la tatareara. No, lo que me atrevo a escribir aquí va de comicidad y de lamentos no siempre sinceros. Y digo que me atrevo, temiendo que el director del diario me mande al motorista; expresión que, a los menores de 50 años, quizá no les diga nada. Felizmente.
El tema va, una vez más, de los límites del humor, o si se prefiere, de los humoristas. Algo que, una vez más, ha llevado a un revuelo mediático y en las redes, a propósito del programa de campanadas y uvas del tránsito de años ofrecido por la primera cadena de TVE. Repito que ya hace décadas que se vienen produciendo polémicas y gentes escandalizadas. Famosos como Sardá o Pepe Navarro, entre otros muchos, saben del asunto, aunque en los noventa no había WhatsApp ni comunicaciones grupales inmediatas y el escándalo iba, rudimentariamente, de boca a boca en muchos casos.
Confieso que rara vez veo la televisión. Sólo cuando me alertan de una buena película, informe o documental que, no pocas veces, tampoco me ilusiona. Aunque sí me asomo a los telediarios, sabiendo de qué pie cojea cada grupo empresarial que los emite. Por tanto, no es de extrañar que la noche del último 31, viera a los presentadores en la Puerta del Sol, brindara por presentes y ausentes y me fuera a mis asuntos. O sea que, de lo de la estampita -nombre por antonomasia de un timo- me enteré a la mañana siguiente y, por repetido y poco original, me trajo al pairo.
Naturalmente que defiendo la libertad de expresión y sé, además, profesionalmente, la amplitud que da a este derecho difusor la jurisprudencia nacional y europea. Vamos, que, jurídicamente, no hay caso. Dicho sea con el mayor respeto a quienes difieran de tan conclusión. Lo que sí hay -y denuesto- es, cada vez más, un humor malo y fácil. Me gustan todas las facetas cómicas, desde las de escenario al cómic. Y sé que no pocos profesionales o aficionados al asunto, llevan sus números o gags a los límites de la provocación; a molestar deliberadamente. Yo procuro no hacerlo, pero la ciudadanía tiene, tenemos, un cierto deber de soportar y, como escribí la semana pasada a cuenta de las inocentadas, no hay verdugo sin víctima. Escandalizar a personas sensibles, a supuestas 'beatas' y similares, es más viejo que andar a gatas. Y creo que la reacción es no hacer aprecio. Magnificar una humorada como la de esta chica rolliza (o del guionista que la ideó), es acrecentar su notoriedad; hacerla famosa no por su curriculum artístico sino por una boutade que, supuestamente, ofende a una parte de la audiencia. Creo que se logra el efecto contrario al pretendido.
Pero de la misma manera que refuto la propaganda oficial que hace de esta secuencia polémica –que, repito, no vi– una rupturista muestra de talento, también hago mención al sentido de la expresión 'lágrimas de cocodrilo'. ¿Pueden hablar de escarnio a sus sentimientos quienes, a diario, están denigrando, por ejemplo, al presidente del Gobierno u otros dignatarios públicos? ¿O la maledicencia está permitida por la religión cuando se aplica a personas de ideología dispar a la nuestra? Primero quitémonos la viga del ojo, antes de hablar de la mota en el ajeno. ¿Y qué decir de los límites de lo políticamente correcto? Censurar a un humorista, como delincuente de lesa humanidad, por contar una gracieta de un gangoso, me parece volver a una inquisición estúpida.
Por otro lado, incluso en la Dictadura había chistes irreverentes, sobre la resurrección de Lázaro, la conversión del agua en vino o los vuelos de Poncio Piloto. Con cierta prudencia, hasta del Dictador se hacían chistes, como el de la tortuga que Franco no quería comprar porque sólo vivía 200 años o la visita a los gatinos falangistas que ya habían abierto los ojos… No voy a recordar el humor prodigioso y añorado de 'La Codorniz', 'Hermano Lobo' o 'El Jueves' en sus primeras décadas. Eso era calidad y no se casaban con nadie, afrontando, a veces, denuncias y demandas. Que, sin libertad, tenían mérito. No es el caso actual, ciertamente. Ni para los humoristas ni para los ofendidos.
Y ya, para que me echen de EL COMERCIO, narro una historia real, sucedida hace muchísimos años en mi escuela. Pese a ser pública, no faltaban los villancicos en Navidad ni las flores a María en mayo. Pues bien, en una celebración de fin de primer trimestre, un alumno de dos cursos más que el mío, se ofreció para cantar un villancico de cosecha propia. Eran momentos de confusión, en el nacionalcatolicismo, entre el Caudillo por la gracia de Dios y la gracia de Dios de ponernos al Caudillo y el rapacín entonó, con música conocida: '-Dime Niño, ¿de quién eres/todo vestido de blanco? / -Soy el hijo de María y el Generalísimo Franco'. El director creyó morir, lo acalló con una explicación sencilla… pero no lo llevó al Tribunal Tutelar de Menores.
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