En nuestra sociedad, privilegiada y consumista, pero también insensible ante las necesidades acuciantes de tantas personas nada lejanas, surge, en estas fechas, el recurrente debate callejero en torno a la duración de las fiestas navideñas. Una parte de nuestros convecinos reconoce estar esperando todo el ... año por las luces de las calles, los adornos caseros, las comidas familiares o de trabajo, los turrones, las cabalgatas, los escaparates, los regalos y demás liturgia propia de estas semanas. Inversamente, otra porción nada desdeñable, deplora la extensión vacacional, la hipocresía de las 'fiestas entrañables', los abusos del yantar y el copeo, las uvas y demás ritos propios de la época.

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Yo confieso que valoro la Navidad desde muy variados puntos de vista, no sólo materiales y sigo disfrutando con la visita de los Reyes, aunque yo también me encarame al camello, ya que regalar es más satisfactorio que recibir. Pero reconozco, quizá porque soy docente, que este período se me hace largo y repetitivo. El paralelismo de calendario entre Nochebuena y Nochevieja, aunque con distinta escenografía o compañía, es como una repetición de la jugada. Además, en ambos casos, el día siguiente es festivo. Y a los pocos días, la Epifanía, la fiesta de los Magos de Oriente.

Fuera del ámbito educativo, en el que en los días intermedios tampoco se trabaja, al menos en el centro (la Universidad, por ejemplo, se cierra), entiendo que son sólo tres días de fiesta añadidos a los fines de semana habituales. Pero tampoco es enteramente cierto, no ya porque pueda haber reducciones de jornada (que, en los almacenes, es lo contrario) sino porque el ambiente navideño lo impregna todo y ni se sabe de dónde sale el gentío que abarrota las calles y las tiendas.

¿Podría reducirse tan prolongado período de celebraciones? Naturalmente que sí. Pero es difícil porque los hábitos sociales pesan más que cualquier planteamiento reformador. Por ejemplo, el 1 de enero, vinculado al calendario gregoriano y con su propia festividad religiosa, se celebra en buena parte del universo y, de facto, tras el champán de la víspera, viene a ser una suerte de Santa Resaca. ¿Y el día de Reyes? Qué casualidad que, siendo fiesta sustituible por las Comunidades Autónomas, ninguna lo haya hecho. Ni siquiera aquella en la que un expresidente ha pedido, para distinguirse de la España que roba, que no se cene festivamente el 24 y 31 de diciembre. Todo un guiño a la hostelería y al comercio.

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En ese debate ha entrado, cómo no, el discurso laicista. Y, como todo, en alguna ocasión con un desenfoque de la situación. Las tradiciones pluricentenarias poco tienen que ver, en la actualidad, con las creencias, que pertenecen al ámbito privado. Tengo, por diversas razones, un gran respeto a la forma de entender esto desde la República Francesa. ¿Alguien ve, en las inmediaciones del Elíseo, a obispos bramando contra la política nacional el 14 de julio? Evidentemente, en materia de laicidad no parecen caber reproches. Y recuerdo que, en nuestro vecino del norte, entre otras festividades nacionales, se celebran la Asunción de la Virgen, Todos los Santos y, aunque movibles, la Ascensión y los lunes de Pascua y Pentecostés. Y, por supuesto, el 25 de diciembre.

Sobre esta última fecha, una precisión, ya que, desde sectores oficiales y en algunos centros escolares parece querer suprimirse la palabra Navidad. Hace bien poco, una persona que dirige un colegio, me manifestaba su deseo, nada original, de llamar a estas vacaciones 'de invierno' y añadía, 'como en Francia'. Tuve que decirle que no, que en Francia hay, sin complejos, vacaciones de Navidad. Este año del 23 de diciembre al 8 de enero. Y. además, vacaciones de invierno, con lapsos distintos en las cuatro zonas escolares del país. Y algo muy parecido ocurre en otras repúblicas europeas bien próximas. Distinguir aconfesionalidad de historia y tradición popular no debería ser tan difícil. Y siempre se cita el origen de los nombres de días y meses. ¿O los cambiamos?

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En fin, que no sólo el período vacacional puede ser cansino.

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