Aunque el título de estas líneas comience pareciéndose al de una laureada película de Almodóvar, en lo que sigue no hay una pizca de arte, sino de esperpento y desconsideración social.
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Muy a mi pesar, en esta columna tendré hoy que acotar con muy recientes ... experiencias personales, aunque generalizables a toda la ciudadanía y no sólo asturiana. Vaya por delante que, para mi suerte, no soy una víctima, en principio, de la brecha digital. En tal sentido, debo agradecerle a nuestra Universidad el llevar ya décadas operando telemáticamente en el Campus Virtual o en el Sistema Integrado de Educación Superior (SIES), amén de otras plataformas que, progresivamente y con apoyos, hemos incorporado a nuestra vida laboral, profesores, alumnos y personal administrativo. Durante la pandemia, las clases por Teams fueron algo que llegó a hacerse natural y aún se sigue acudiendo, para reuniones o tutorías, a comunicaciones 'online', muy frías en ocasiones, pero útiles. De las prácticas y los exámenes con la cibernética de por medio, prefiero no hablar, pero la fuerza mayor los hizo imprescindibles.
Hecho este alegato para justificar que no soy tan torpe con los dispositivos electrónicos y sus aplicaciones, me limito a contar dos sucedidos muy recientes que me irritan como ciudadano y como persona que vive del estudio de las Administraciones. La primera está en relación con el deber que se impone a las personas jurídicas (como también ocurre con licitadores, funcionarios o profesiones colegiadas) de relacionarse exclusivamente de forma electrónica con la Administración. Entre otras, pertenezco a una pequeña entidad cívica, casi benéfica, sin más medios personales que la labor de los asociados. Como ésta, hay miles en España, que no llegan siquiera a PYMES ni tienen ánimo de lucro alguno. Pues bien, para pedir una pequeña subvención de supervivencia, casi una limosna, la convocatoria requiere mil justificaciones de actividades (lo que me parece correcto), pero amén de papeleo superfluo propio de la peor burocracia, exige, como se ha dicho, el entrar en una aplicación, mediante clave o certificado electrónico, y volcar telemáticamente los mil y un papeles de la solicitud. Literalmente, en plazos breves de convocatorias, los días se van en la comunicación con la FNMT, en la cita previa, para la clave, en un organismo público (no siempre inmediata) y en volcar el expediente en papel en la aplicación que, para colmo, se cae cuando transcurren unos minutos sin teclear. Un desastre. El secretario de la entidad a la que me refiero, 'ad cautelam', registró la solicitud en papel sabiendo que le darían los diez días preceptivos de subsanación. Pero la Ley de Procedimiento Administrativo prevé -a salvo alguna sentencia- que enmendar telemáticamente lo que se presentó físicamente solo surte efecto cuando quedan días del plazo inicial, lo que, obviamente, en el caso citado, no podía darse. Era casi imposible. Habrá que ver qué dice la Administración, aunque me lo supongo. Pero la crítica es a la brocha gorda de la ley: ¿puede exigirse el mismo conocimiento y medios informáticos a una multinacional que a una pobre ONG? La brecha digital no es sólo cuestión de edad o de ámbitos rurales.
El otro caso viene de la Tesorería de la Seguridad Social que, tras devolverme una cuota de una trabajadora del hogar cuando ya estaba jubilada, me pidió al poco tiempo, en notificación electrónica y por una regularización salarial, la fortuna de once euros. Ya sé que, lamentablemente, no funcionan las compensaciones, pero es una lata. Y más cuando me exigían pagar en el banco que tienen contratado (el BBVA) esa cantidad, no pudiendo hacerlo por banca electrónica. Otro desvarío, justamente contrario a la informatización de operaciones. Tras la fallida visita a una sucursal 'sin caja', donde la empleada, pese a disponer yo de cuenta en la entidad, no me supo o pudo hacer el cobro, acudí a otra oficina, donde una eficiente y amable empleada se dispuso a realizar la operación. Tardaba y la cola de la caja, para mi apuro, se iba haciendo kilométrica. Al final me dice que la referencia enviada por la Tesorería es incorrecta por lo que no permite la operación. Contrariado, le pregunto que, entonces, ¿qué hago? Y me dice eso: hable con ellos. Replico, en estos tiempos impersonales de deslocalizaciones y citas previas: ¿quiénes son ellos? Silencio. Pero la trabajadora, atentísima, se dirigió al cajero y con un atajo que sorteaba la maldita clave equivocada, logró realizar la operación. Menos mal que aún hay personas que pueden con las máquinas, en contra de los deseos de algunos ingenuos que van de sabios de las nuevas tecnologías que parecen desear hasta tener descendencia con robots. Por subrogación, supongo.
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