Parece, según datos estadísticos no unánimes, que Asturias cuenta con casi siete mil villas, aldeas y otros núcleos habitables, que no habitados. Ya que, sigo con esos datos, 755 carecen de población, más de 300 tienen un solo poblador y unos 3.100 no superan ... los diez empadronados. Muchos lugares para sólo 78 concejos, aunque ya se sabe que nuestra geografía es tan hermosa como tortuosa y la diseminación edificatoria poco tiene que ver con los municipios mesetarios con muy pocos núcleos habitados; a veces, sólo la capital.
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Gestionar todo esto, mientras haya algún vecino, es harto costoso; máxime si se tiene en cuenta que la ley local exige a los ayuntamientos, como derecho de sus habitantes, garantizar el acceso a los núcleos de población. Es un debate que estamos viendo, en esta Asturias despoblada y envejecida, con los apeaderos del tren que dan servicio, a veces ocasional, a una o dos personas, lo que ha llevado a Adif a plantearse la supresión de paradas, a fin de ahorrar, sobre todo, tiempo. Una medida que no hace falta ser Einstein para presumir que los trayectos durarán menos.
Creo que la imagen de pueblos y aldeas que hace décadas estaban vivos, con un patrimonio etnográfico y una agroganadería que se están perdiendo, duele en el alma, aunque no sea una evidencia exclusiva de nuestro territorio. Pero, de momento, las medidas relativas al reto demográfico, no llevan camino de parar esta sangría a medio plazo. Son muchos los factores que inciden en la situación y hay medidas poco viables, cuando se quiere buscar la solución en una sola de las causas del éxodo rural, muy vinculado, también, a la evolución demográfica.
Sin embargo, como he comentado alguna otra vez, todo cambia, siquiera efímeramente, con las fiestas estivales. En una sociedad cada vez más laica, no hay oriundo de una comarca que no se sepa de memoria el santoral. Aunque sea ya de una tercera generación que sólo esporádicamente regresa al Principado. Pero el milagro de las fiestas lo puede todo, para pasmo y admiración de quienes hoy vemos casi un desierto y mañana toda suerte de atracciones, orquestas, bailes y degustaciones y escanciados. Los pueblos engalanados, la música, los fuegos artificiales (con perdón de los pobres perros y gatos que queden por la zona), literalmente suponen una suerte de resurrección. Lo muerto retorna a la vida y de forma jovial. Es un regreso tan espectacular como breve. Los famosos personajes evangélicos que fueron resucitados, se murieron –o fueron muertos– al poco tiempo. Pero queda el hecho admirativo. Y hablando de muertos, la otra fecha en la que, paradójicamente, reviven los lugares más pequeños, es el 1 de noviembre. Los fallecidos congregan a familiares y antiguos vecinos con un ritual que no ha cambiado tanto en las últimas décadas, donde pésames y lutos han sufrido grandes transformaciones: las personas rara vez fallecen en casa y los tanatorios son el lugar de condolencias, más ya que los funerales cuando éstos tienen lugar. Pero, pese a los cambios generacionales, las visitas anuales a los cementerios siguen gozando de afluencia.
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Volviendo a las fiestas, quienes pasamos parte del verano en un entorno rural y escuchamos, queriendo o no, la música de las orquestas y las voces de las y los solistas, solemos saber al día siguiente de la calidad y aceptación de lo tocado y cantado por el sistema de comparación. El vecindario, fijo o 'ad hoc', suele decir que los intérpretes no eran mejores que los de dos días antes en el pueblo de al lado o que, al revés, la orquesta contratada rompió los mejores augurios, ganando por goleada a la traída por los vecinos.
Me gusta esta Asturias lúdica que no reniega de sus orígenes y que es capaz de organizar y financiar unas fiestas en poblaciones casi desertizadas. Se dice tópicamente, que, en verano, de punta a punta de la región, vivimos de romería en romería, lo que parece congruente con lo dicho de los miles de núcleos de población. Yo, de muy joven, fui asiduo de muchos de estos festejos rurales y, aún ahora, me gusta ver guirnaldas y banderolas y escuchar, aunque a veces de lejos, las interpretaciones de las orquestas. Hasta me sé cuáles tienen un gran predicamento en la zona occidental…
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Cómo será la cosa que, acodado hace no mucho en la barra de un bar de prao, un conocido, me comentaba, viendo el gentío y la folixa, que era cosa de hacer fiesta todos los meses para que la parroquia no se muriera. Lo decía en broma, consciente de lo inviable e inútil del intento, pero a mí me dio que pensar. Para los sabios que estudian este problema tan acuciante, no estaría de más ahondar en el valor de la alegría, de la camaradería, de la competencia festiva entre pueblos, para hacer más atractivo el mundo rural. Ya sé que eso no crea puestos de trabajo, ni centros de salud, ni escuelas, ni mejora la tasa de natalidad, porque el mito de los amores de maizal ya es sólo una estampa romántica. Pero el querer volver, aunque sea en contadas fechas, es justamente lo contrario de querer irse. Lo sentimental también cuenta… y mucho. Para otra ocasión, que no será la primera, escribiré sobre e éxodo universitario, del que no son culpables las instituciones públicas asturianas. Otra cosa es la inserción laboral. Pero no vamos a entristecernos que esta semana es muy festiva ya, aunque no estemos para tirar cohetes.
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