Como siempre que entro en el palacio de la Junta General, experimento sensaciones contrapuestas. Este magnífico edificio de Nicolás García Rivero, tiene el pecado original de haberse erigido tras demoler el convento gótico de San Francisco y, más modernamente, fue siniestro escenario de consejos de ... guerra que enviaron al paredón a cientos de inocentes. Eso es memoria histórica, que, sin éxito, pedí ya hace años, que se recordara con una modesta placa. Esa es la percepción negativa que me produce subir la escalinata de la calle Fruela. La inversa, es que, recuperado el nombre histórico de nuestra asamblea, he tenido la fortuna de asistir allí a brillantes actividades y se percibe en el ambiente, la grandeza y el simbolismo de nuestro autogobierno. Y, en el caso de este jueves, volver a escuchar a quien fuera uno de mis mejores alumnos, añadía un plus de satisfacción y hasta de indebido orgullo.

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Voy al acto. Escenario magnífico, pese a la red, y liturgia excelente. Expresidentes autonómicos y homólogos territoriales de don Adrián. Y ministra portavoz que, además, lo es de la cosa territorial. Palabras introductorias e intercalados a las disertaciones a cargo de Mily Cimadevilla. Me gustaron, porque estaban en el punto exacto entre lo culto y lo ameno. No es fácil. He asistido a no pocos actos similares es fácil pecar de pedante, barroco o cursi. La primera intervención, la del señor Cofiño, avisó de la altura del listón. Por su mesura, experiencia y sentido de la oportunidad, el presidente de la Junta General es un valor seguro, aparte de un anfitrión generoso que, desde su estrecho conocimiento del posesionando, vaticinó, aun, una mejor gestión en este mandato. La ministra, tras elogiar a Cofiño y a Barbón, con los que ha trabajado y espera que el nuevo Gobierno español siga haciéndolo, citó a Jovellanos y acabó con un deseo optimista de «paz, tranquilidad, alegría», que a más de uno le recordaría a Azaña y su «paz, piedad, perdón», pero lejos del sentimiento trágico.

Y llegó el turno de Barbón, quien, como ya había hecho doña Isabel Rodríguez, recordó a su familia, incluida la ya ausente y a su maestro vital, Pablo García. Su discurso fue un canto a un futuro reformista y esperanzador, un «lo mejor está por llegar». Y alusiones, nuevamente, al Gobierno fuerte, cuya adjetivación entenderemos en unos días. Y a la transparencia y ejemplaridad bajo el término «escaparate». No olvidó a los «jóvenes de la emigración», con una representación allí y a su «sentido de pertenencia». Dijo, recordando los años de pandemia, que no se pueden predecir los contratiempos que alteran los propósitos de gobierno y reconoció haber crecido en valores como la humildad, la cercanía, la audacia y el diálogo. Un discurso de sobresaliente, donde no faltó ni el asturiano ni la fala del extremo occidental. ¿Que si eché algo en falta? Sí; pese a lo que el protocolo quiera justificar, Europa desapareció del simbolismo y la oratoria. Inexistente. Y los recursos que deben dar cobertura a los propósitos de los discursos no son, precisamente, ajenos a la Unión.

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