Estamos en período de exámenes en los centros universitarios e, inevitablemente, ante los conocimientos exhibidos por el alumnado, los docentes tendemos a reflexionar acerca de lo que el profesorado y el sector discente hemos hecho bien o mal y, por supuesto, sobre la idoneidad del ... sistema, cuya última finalidad es el aprendizaje adecuado y la superación de las exigencias académicas.
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En este curso, en la convocatoria de mayo, en mi asignatura hemos visto ejercicios muy buenos, en un grupo, muchos más exámenes satisfactorios que insuficientes, lo que es una alegría para quienes, previamente, hemos dado las clases. Pero, a renglón seguido, advierto: la casi totalidad de las notas altas se corresponde con matriculados que han ido regularmente al aula y no sólo a las sesiones prácticas. ¿Que si el alumnado pasa de ir a enseñanzas teóricas? Pues, lamentablemente, sí, en una proporción significativa, salvo que se pase lista a diario y se amenace con la pérdida de la evaluación continua, que supone un importante porcentaje de la nota final. Esto último, salvo en contadas ocasiones, muchos enseñantes no lo hacemos, con lo que se da la circunstancia de que, a las prácticas, que se controlan y evalúan, asiste el doble o triple de los presentes en las lecciones de teoría.
Dicho lo anterior y dado que el estudiantado universitario es mayor de edad y, mejor o peor, tiene su criterio, la pregunta es por qué ese pasotismo en la asistencia a esta modalidad tradicional de enseñanza. Y la respuesta es bien sencilla, aunque mixta: porque entienden que yendo a las explicaciones teóricas pierden el tiempo, ya que, desde una actitud finalista, amén de ser un rollo, ello no incide en el poder aprobar. O eso creen. Y a ese juicio o prejuicio se une que la normativa universitaria, sí, los mal llamados planes de Bolonia, les da parte de razón.
La lección magistral está desacreditada por los psicopedagogos de los departamentos educativos estatal y autonómicos, cuando, creo, lo único censurable que puede tener es el adjetivo pretencioso. Los planes de estudios y las guías docentes de las asignaturas parten de una premisa, no sé si la mayor o la menor, absolutamente falsa: que todas las chicas y chicos de 18 a 22 años tienen dotes investigadoras (de ahí la preceptividad de los trabajos fin de grado) y que, en consecuencia, pueden ir superando materias a base no sólo de resolver supuestos prácticos sino de elaborar trabajos originales, con buen aporte bibliográfico, actualidad y dominio de bases de datos o, incluso, conocimientos autónomos de campo. Y ello aboca a que la teoría que sintetiza y transmite el profesorado, muchas veces derivada de su propia experiencia investigadora e innovadora, no interesa. De hecho, aunque los contenidos de cada asignatura no han menguado, las horas de enseñanza se han jibarizado, pensando en que sus receptores las completan en sus casas, bibliotecas o centros de estudio, cuando la realidad es que están sobresaturados, máxime si se tiene en cuenta que las carreras han perdido un año y el saber se tiene que concentrar, y tienen derecho a la distracción y al ocio.
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Soy sincero: como todo el mundo, yo he sufrido tostones infumables en la licenciatura, en las dos universidades en las que estudié. Y clases de muy bajo nivel. Pero eso, como las injusticias calificatorias, son patologías. A la inversa, que nadie crea que descubre el Mediterráneo con las clases participativas, ya que siempre las ha habido y yo llevo toda la vida practicándolas e incentivando a los grupos que me han tocado en suerte. No todo son monólogos de sujetos plúmbeos. De una buena docencia teórica, por quien, necesariamente, sabe mucho más que los matriculados, cabe deducir que los estudiantes entenderán y aprenderán mejor y sabrán derivarlo a las enseñanzas prácticas y a los exámenes finales. Reitero: la demonización de la lección magistral es algo injusto y creo que una moda perjudicial. Suprímase toda connotación soporífera y hasta autoritaria y recordemos lo mucho que hemos aprendido, desde la escuela, de maestros y profesores que, aun sin ayuda de las tecnologías actuales, nos enseñaron mucho de lo poco que sabemos.
Paradójicamente, en este ambiente hostil a las disertaciones (muchas conferencias apenas tienen auditorio), no deja de sorprenderme que, cuando viene un o una intelectual con motivo de alguna celebración o entrega de premios, a veces, desde imponentes sedes en Oviedo o Gijón, entre otros sitios, junto a personalidades interesantes y normalmente humildes, hay otras que nos largan rollos egocéntricos y estoy seguro de que hay detractores de las lecciones magistrales que aplauden con las orejas.
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