No sólo el pasado miércoles ha sido fecha memorable por los 45 años de la Constitución. Esta lleva fecha oficial del 27, que es cuando la sancionó el Rey y se publicó el 29 en el BOE. O sea que acaso todo el mes debería ... ser de recuerdo de la elaboración, votación y promulgación de una norma deseada durante décadas por los demócratas. Que, por cierto, no lo éramos todos, ni mucho menos, allá por 1978 y en la actualidad han vuelto a aparecer en nuestra escena política los totalitarios y los populistas que tanto erosionan la paz social. Sin hablar de la exacerbación de movimientos separatistas con interpretación a la carta de lo que es el interés general.
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En efecto, 45 años son muchos (aunque muy pocos en comparación con la Constitución norteamericana o la vigente Declaración francesa de Derechos del Hombre y el Ciudadano), lo que aconsejaría una sensata actualización. Pero esa puesta al día se me antoja actualmente imposible, por el distanciamiento de los dos partidos mayoritarios y por los compromisos de ambos con fuerzas a las que se imponen, recíprocamente, eso que ahora se llama 'cordones sanitarios'. Además, para temas tan importantes la propia Constitución, en su penúltimo artículo, prevé un mecanismo de reforma muy complejo y, en el presente, imposible. La revisión total de la Constitución o una parcial que afecte al título preliminar, a los derechos susceptibles de recurso de amparo o a la Corona, exige la aprobación inicial por mayoría de dos tercios de cada Cámara y, en una suerte de harakiri, la disolución inmediata de las Cortes. Las nuevas Cámaras elegidas deberán ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras. Y, para rematar, aprobada la reforma por las dos Cámaras, será sometida a referéndum para su ratificación. Es cierto que ahí no está el Titulo VIII, el que parece ser la única preocupación del nacionalismo periférico, pero, en todo caso, su reforma requeriría una mayoría de tres quintos de cada una de las Cámaras y de no lograrla, se abre otro alambicado procedimiento que requeriría, al final, del voto favorable de dos tercios del Congreso, algo inalcanzable por ahora.
Es triste, porque hay cosas en las que no debería haber problema para coincidir: actualizaciones terminológicas, mayor relevancia a las nuevas tecnologías y la atención ciudadana, conversión en derechos fundamentales de los que aún no lo son (caso de la educación o incluso la vivienda), potenciación de las coberturas del Estado social, desactivación de las excepciones militares, avances en la lucha climática, previsión detallada de la teórica financiación local o, incluso, quitar rigidez a la reforma constitucional.
Ya podemos imaginarnos que garantizar ecuánimemente los derechos lingüísticos, incluida la enseñanza mínima del castellano; elegir a los miembros de los órganos constitucionales, empezando por detallar la procedencia del gobierno de los jueces; debatir las modalidades plebiscitarias o cambiar la regulación autonómica, que consta de muchos artículos transitorios que son ya pasado, será un deseo imposible de ver en generaciones. Como lo es prever un mecanismo más ágil de investidura o fijar principios a los que pueda asirse la posterior ley electoral para evitar abusos de las minorías, por respetables que sean.
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Hay mil temas técnicos en los que los constituyentes, pese a su excelente formación, dieron una solución errática, como viene advirtiéndose en doctrina. Incluso olvidos que, no sin atrevimiento, ha intentado salvar el Tribunal Constitucional. Pero eso queda para una minoría especializada que proponga una mejor calidad jurídica. Lo demás, nos afecta a todos, dediquémonos a cualquier actividad. Bueno, por desgracia, no a todos. Ya hemos visto las ausencias de la conmemoración de una Constitución que, dentro de dos años, será la más longeva de nuestra historia, superando a la mucho menos avanzada de la Restauración, hecha añicos con el golpe de Estado de Primo de Rivera en 1923.
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