Estamos en este largo puente, que realmente no es tal, porque el sábado, incluso oficialmente, es inhábil y lo de no trabajar mañana se debe a la opción legal del Principado de trasladar el descanso del día de la Inmaculada al inminente lunes, como tantas ... otras veces. Un puente que, aunque no llegue a unir otros años los dos festivos, se conoce en el lenguaje de la calle, como 'de la Constitución'. Me figuro que por razones religiosas o patronales habrá quienes lo llamen de otra manera. En suma, que en este final de 2024 el Principado, junto con Andalucía, Aragón, Castilla y León, Extremadura, Murcia y la ciudad autónoma de Melilla, ha decretado que mañana tampoco sea un día laborable, aunque muchos no podamos reservarlo a la holganza plena.

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Digo que me place enaltecer, ensalzar y alabar el texto que el pueblo español ratificó en referéndum otro 6 de diciembre, muy distinto al de anteayer. Primero, porque desde esta humilde columna no pocas veces tengo que escrutar calamidades físicas o políticas o, incluso, firmar con tinta de lágrimas una dolorosa necrológica, como esta misma semana me ha sucedido. La Constitución, digan lo que digan los revisionistas y pese a todos los legítimos peros que, en parte con razón, quieran ponerse a la Transición, supuso un antes y un después manifiestamente perceptible por quienes ya teníamos uso de razón. Y, de aquella, salvo una pirueta final abstencionista del PNV, la norma fundamental se había aprobado en las Cortes, el 31 de octubre, por una mayoría más que abrumadora: en el Congreso, el resultado de la votación fue de 325 a favor, 6 en contra y 15 abstenciones y, en el Senado, de 239 asistentes, votaron a favor, 226; en contra, 5 y las abstenciones fueron 8.

En el referéndum, la futura Carta Magna registró el 88,4% de votos afirmativos; casi nada, en estos tiempos en que, para sacar adelante una ley, este Gobierno –y cualquiera que venga– tiene que sudar la gota gorda para, con cesiones difícilmente fumables, lograr los votos justos para sacar adelante los presupuestos u otra ley.

Exaltar la democracia plasmada en la ley de leyes es una satisfacción y aprovecho para aplaudir el discurso institucional, el jueves, de don Juan Cofiño, donde expuso los embates brutales superados por el régimen constitucional y aún se guardó alguno, como el triste devenir del rey emérito.

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Por eso me cuesta entender que quienes sin esta Constitución estarían en las catacumbas no quieran exaltar, sino asaltar, sus principios y garantías. Y digo esta Constitución, profundamente descentralizadora, porque democracias son –y de calidad– Francia y Portugal, nuestros vecinos, así como no pocos países europeos, manteniendo el centralismo. Estos días los medios se hacían eco del malestar del entorno de Macron, no ya sólo por la crisis de su Gobierno, sino por el hecho de que el Papa Francisco no asista a la ceremonia de reinauguración de Notre Dame y, en cambio, acuda a otro acto a Córcega. Toda comparación es odiosa….

Y es que exaltar no siempre es algo que suponga júbilo. También es «avivar o aumentar un sentimiento o pasión», como cuando decimos que alguien es un exaltado o que se exaltaron los ánimos colectivos. Y frente a la Constitución también lo hemos visto por parte, sin ir más lejos, de golpistas militares y sediciosos beneficiados por una amnistía que ni siquiera sabemos aún si cabe en la Constitución que intentaron abrogar en sus territorios.

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Tengo también indeleble el recuerdo del propio 6 de diciembre de 1978 porque, como ya he dicho más veces, lo viví en la mili, de guardia y colocando munición en los cargadores de mi compañía. Me precio, un poco en broma, de ser de la promoción que defendió la Constitución con las armas, pese a lo pacífico que me considero. A un antiguo ministro de Defensa, ya fallecido, le comenté que nos merecíamos una papela que pusiera este mérito… Curiosamente, el comentario fue con un culín de sidra, hoy tan feliz protagonista, como toda la cultura sidrera que, obviamente, es más que descorchar, escanciar y beber.

Y termino con una reflexión referida a las dificultades del consenso; de esa armonía y cesión recíproca que nos permite, tras cuarenta y seis años, vivir en libertad en un Estado democrático y social. Me refiero a la decepcionante incapacidad para llegar a un acuerdo, justo y solidario, entre los grandes partidos, para encauzar el preocupante tema de la inmigración irregular y, particularmente, la saturación en Canarias. Estoy casi seguro de que los constituyentes de 1978 lo habrían logrado en pocas horas.

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