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Me disculpo, antes que nada, por subirme figuradamente al tren, una vez más. Bien quisiera que, también metafóricamente, este fuera el último tren, al menos desde una posición crítica.
Otras veces he confesado mi devoción por el ferrocarril, en el que, especialmente cuando no residí ... en Asturias, recorrí decenas de miles de kilómetros, también en otros países europeos. Incluso, lo digo sin querer ser impúdico, he abordado este sector desde el prisma jurídico y dirigido la tesis a un gran especialista. Es, digo, una confesión que no encierra un ápice de vanidad sino un puro escudo frente a posibles censuras de los defensores oficiales de lo indefendible.
Y entro ya en el título del artículo. Esta semana, en sus días más tórridos, tuve que viajar a Valladolid. Cosa de ir y venir, noche mediante. Empiezo por lo bueno del Alvia: dentro de sus tiempos anunciados, fue puntual a la ida y a la vuelta (no hubo trasbordos en bus ni paradas desesperantes en medio de la nada); los coches estaban impolutos; funcionaba la cafetería y la refrigeración era la adecuada: ni para camellos ni para pingüinos, lo que no siempre es habitual. Y el personal que me topé, eficiente y amable. No se puede pedir más. ¿O sí?
Ante la anunciada llegada del AVE a Asturias para noviembre (que espero no sea no viene), creo que todos respiramos aliviados y, sin duda, tal novedad será muy positiva para la región, su economía, su paisanaje y sus visitantes. Eso no lo duda nadie.
Pero observo, incluso en fuerzas reivindicativas, algunas ajenas a los bochornosos retrasos en la apertura de la Variante, una voluntad de olvidar las demoras y las promesas incumplidas por todos los gobiernos anteriores, ante el júbilo de poder recortar algo más de una hora al viaje a Madrid. Lo que ahora se llama poner el contador a cero y aplicar amnesia sobre una gestión de alta complejidad técnica y económica, pero lamentablemente programada en sus numerosos calendarios. Es decir, se opta por ver el vaso medio lleno. O casi rebosante. Es una suerte de perdón laico sin penitencia, ante la alegría de ver una locomotora moderna atravesar esos túneles que llevan una eternidad horadados.
Pero yo me centro, una vez más, en la experiencia; en este caso la inmediata. El agravio comparativo sigue existiendo. Subido, al regreso, en la estación de Campo Grande, de Valladolid, apenas había mirado los titulares de este diario en su versión digital y el tren ya había llegado a Palencia. Con León, parecido. Pero de La Robla a Pola de Lena, ya sabemos. La obra faraónica de 1884, presenta esa rampa en la que estamos girando largo tiempo viendo el mismo paisaje, eso sí, entre túnel y túnel -69, dicen-, con lo que el recorrido es lento, largo y cansino. Nada nuevo desde hace casi 140 años. Bien: eso parece que se solventará felizmente con la apertura de los túneles, pero es que, justamente, la feliz inauguración es eso: atravesar la cordillera por esos tubos, prodigiosos y tan costosos. Porque, mentalmente, uno se pone en posición futurible y, pasado Campomanes, viene ese disgusto que algunos quieren obviar, diciendo que, aunque a velocidades muy modestas, los viajeros a Oviedo y Gijón no tendrán que bajarse de los vagones. Sólo faltaba. Relato tiempos actuales, por conocidos que sean, ya que en noviembre o cuando sea, seguirán siendo los mismos. De La Pola a Mieres del Camín (Renfe ya usa, para las estaciones, el asturiano en su megafonía), quince minutos. Son doce kilómetros que muchos hemos hecho andando. Y de Mieres a Oviedo, sus catorce kilómetros suman diecisiete minutos más. Y, para los que completan el recorrido hasta Gijón, con la parada de Oviedo, nos acercamos a una media hora a sumar hasta llegar a una estación lamentable.
Este es el escándalo: que en más de veinte años -hasta anuncios muy recientes y no demasiado halagüeños- el tramo de Lena a Gijón, donde habita más de la mitad de la población asturiana, quedó en el mayor olvido, ya que, está claro, el globo sonda de un posible soterramiento por medio centro de Asturias fue eso: un brindis al sol disuasorio ante la magnitud económica y temporal planteada en el estudio, que no proyecto. Pero entre eso y tardar una hora, a veces a velocidades ridículas, entre el final de la alta velocidad y la estación término, hay un abismo de dejadez y, como ya he dicho, de agravio. Sensación de discriminación que, en este último viaje mío, lo resumió muy bien y con gran aceptación, un viajero que seguía camino hasta Sanz Crespo: «¡Quiero ser palentino!». Pues eso. Menos complacencias y más exigencias. Celebrar no es olvidar ni lo mal hecho ni, mucho menos, lo que debiera haberse hecho.
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