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Por quitar hierro a lo que no tiene ninguna gracia, como son las votaciones del pasado miércoles en el Congreso, acudo a un símil mundano: cuántas veces, cuando nos cuentan un chisme o un chiste (o ambas cosas a la vez), intuimos el final o ... apostamos mentalmente por un posible desenlace. Lo que en el fútbol llamamos 'telegrafiar la jugada'. En suma, que hay cosas muy previsibles por las circunstancias personales o de tiempo y lugar. O porque, como en el caso de las fuerzas políticas con las que se pactó la investidura, ya sabemos hacia dónde van a ir y a exigir en sus insaciables y humillantes reivindicaciones.
No me ha extrañado en absoluto lo que pasó el día 10 de enero (una fecha del calendario en la que, personalmente, me han pasado cosas muy buenas y alguna mala), porque, volviendo al símil deportivo, era una repetición de la jugada y, a la vez, anticipo de lo que va a ocurrir en las numerosas votaciones que ha de haber en el Congreso. Y no digo en las Cortes Generales, porque en el Senado (donde curiosamente, por obras, se celebró el referido Pleno) ya sabemos que la incuestionable mayoría de las fuerzas de derechas no invitará a pacto alguno mientras no se recupere el deseado diálogo entre los dos partidos mayoritarios. Y porque, además, no es necesario para el Gobierno de coalición PSOE-Sumar, ya que salvo en casos muy aislados (leyes de armonización, que no hay ninguna, aplicación del 155 de la Constitución, nombramientos para órganos constitucionales, Fondo de Compensación interterritorial o convenios entre comunidades autónomas), el papel del Senado es secundario, ya que el Congreso, inicialmente por mayoría absoluta y a los dos meses por mayoría simple, puede levantar los vetos de la Cámara Alta, como posiblemente ocurrirá con la tramitación de la conflictiva ley de amnistía.
Si cada ley -incluida la orgánica para delegar singularmente a Cataluña competencias de inmigración- va a requerir nuevas cesiones, la inseguridad y el desequilibrio de la arquitectura constitucional del Estado compuesto serán la tónica habitual. Porque estas fuerzas políticas, crecidas, cada vez exigen atribuciones y privilegios más exorbitantes y más atentatorios al principio de igualdad de las personas y los territorios del Estado. Dicho de otra forma más directa, creo que no se puede gobernar en chantaje tan permanente como previsible. Y quedan cuatro años... Y no es mucho suponer que quienes -quizá equivocadamente- no quisieron arriesgarse a nuevas elecciones, no resistan tantos embates de adelgazamiento del Estado y de aportes financieros singulares. Porque, sin duda, la futura ley de amnistía o las competencias exclusivas de inmigración, difícilmente delegables «por su propia naturaleza», como dice nuestra Ley Fundamental, acabarán en el Tribunal Constitucional, con efectos incendiarios en caso de sentencia de disconformidad.
Junto a la preocupación por la suerte de nuestro Gobierno (que también lo es de quienes hayan votado otras opciones) y por la 'vampirización' del patriotismo que se basa en la protección del Estado a la igualdad de la ciudadanía con independencia de donde resida, también me inquieta la proliferación de situaciones de 'fulanismo'. Término que la generosa RAE aún no ha aceptado, a diferencia de otros menos merecedores de llegar al diccionario.
Estoy hablando de una expresión despectiva de personalismo que se da principalmente en la escena política, primando el ego de los individuos que lideran o aspiran a liderar proyectos o parcelas de poder, por encima de las ideologías y de la ética. Si se viene acusando desde la derecha de tal actitud a don Pedro Sánchez y a su entorno, lo del miércoles de Podemos versus Sumar -y, por ende, del Gobierno- ya fue de nota. Y más fulanismo que el del nuevo héroe de Waterloo es imposible de encontrar. Ojalá las elecciones catalanas no tarden en celebrarse y pongan a cada uno en su sitio, prescindiendo de rostros con mucho rostro. Y, en fin, fulanismo también es aspirar -legítimamente- a ocupar la Presidencia del Gobierno para, entre otras cosas, proteger la fortaleza del Estado, pero no acudir en apoyo de quienes, creo que erróneamente, tienen y tendrán que estar negociando con quienes buscan, justamente, su debilidad o, sin más, su desaparición. No entiendo el optimismo de gentes de izquierda. Al menos, en público. En privado la cosa creo que cambia.
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