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Es cierto, lo repito muchas veces y sé que es un sentimiento compartido: está claro que una vida no basta para todo lo que una quiere hacer, leer, ver, escuchar, aprender. Es tan corta la existencia y encima pasa tan rápido, que la tentación de ... la eternidad, esa fantasía que consuela, es muchas veces el hierro ardiendo al que nos queremos aferrar. Pero no. Tenemos lo que tenemos: unos años que nunca sabemos cuándo va a darles por sorprendernos con el punto final, y un cuerpo y una mente que, los muy puñeteros, tienen una tendencia imparable al deterioro progresivo lo que también termina por restar, hacer los días más breves y por sumar dificultades para todo.
Si a todo eso añadimos la inveterada costumbre de ir barriendo progresivamente a las generaciones precedentes que trae consigo lo de ser jóvenes y buscar su lugar en el mundo, y el modo en que eso se traduce en, admitámoslo, crueldad innecesaria, no es de extrañar que nos encontremos con lo que nos estamos encontrando.
A pesar de los edulcorantes con que se nos intenta hacer más fácil la deglución de lo inevitable (todos esos artículos bienintencionados que proclaman las bondades de una vejez activa, serena y feliz), se hace complicado asumir la progresiva ruina física, la pérdida de la agilidad mental o el triunfo de la ley de la gravedad. Y vienen las redes a terminar de arreglarlo: antes uno podía resignarse a que la aparente eterna juventud era cosa de famosísimas actrices de abultada billetera y cirujanos plásticos de cabecera. Ahora, gracias a la democratización de los procedimientos, la amplia oferta cosmética y la gran mentira de los filtros, cualquiera de nuestras compañeras de colegio aparece en Instagram como si acabara de dejar las aulas, y entonces, como una marea se extiende la necesidad imperiosa de alcanzar esas cotas de juventud, y venga cosméticos, venga tratamientos, venga cirugías, venga ejercicio desaforado, dietas, entrenadores personales, nutricionistas, gurús de cualquier calaña. Ser joven como obligación ineludible. Ser joven, mantenerse joven, como único objetivo en la vida.
Y seamos justos: aquí las responsabilidades hay que repartirlas. La midorexia, esa obsesión que tiene mucho de religión que persigue la tersura de la piel y la dureza del cuerpo, las cabezas pobladas (por fuera) y las tallas 38, igual no sería abrazada por tanta gente si el edadismo, ese desprecio que arrincona inmisericorde, no fuera igual de implacable. Si la experiencia no cotizara a la baja y la imagen no se hubiera convertido en el único activo. Si el negocio de la longevidad no supusiera tan altos beneficios. Si hacerse mayor, y lo que supone, no se contemplara como una maldición bíblica, un defecto a subsanar, algo que ha terminado por venderse como evitable. Como si se pudiera.
Entre tanto, ahí vamos, con rostros que parecen máscaras, con implantes de todo tipo, inflados de bótox, atiborrados de suplementos, y enfundados en ropa deportiva, persiguiendo no se sabe muy bien qué elixir mágico, viendo cómo aumenta el número de midoréxicos, que a fuerza de estirarse tanto la piel terminan también por hacerse un lifting en el cerebro.
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