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Tal vez porque llega un momento en que por fin nos convencemos de que ni nos vamos a comer el mundo (y hay muchas posibilidades de que el mundo se nos meriende) ni vamos a cambiarlo porque aquello del hombre nuevo no existe, empezamos a ... entender que lo que siempre nos pareció ajeno y lejano no lo era tanto.
La evidencia asoma incontestable cuando compruebas con perplejidad de qué forma se modifican las conversaciones con los amigos de siempre. Cuando descubres que una parte importante de lo que hablamos en las comidas de los viejos compañeros de la promoción de COU de cada año va inclinándose peligrosamente hacia los temas relacionados con la salud, las pruebas, los tratamientos, los quirófanos y los diagnósticos, y lo único que parece poner una nota de entusiasmo tiene que ver con el recuento de las monerías que hacen los nietos, y descubrimos que nos hemos convertido en aquello que creímos que nunca seríamos, porque ser jóvenes parecía eterno, la salud parecía imperdible y lo de la muerte y sus alrededores era para gente vieja. Y tenemos que ir claudicando de esos pensamientos porque todo parece que se confabula para mostrarnos lo inclemente del paso del tiempo, que las cosas que fuimos postergando seguramente nunca se llevarán a cabo y que los sueños, ay los sueños, o los reciclamos, o terminan por hacerse añicos estrepitosamente, o por diluirse como niebla vencida por el sol implacable.
Y sí, hacemos deporte, caminamos muchos kilómetros, estamos más o menos ágiles, nos empeñamos en escuchar música, en estar al tanto de los avances tecnológicos, hacemos yoga, vigilamos lo que comemos, nos seguimos vistiendo con la misma talla de vaqueros, y hasta a veces nos creemos que estamos en el mejor momento, y que si los cincuenta son los nuevos treinta, por fuerza los sesenta son los nuevos cuarenta. Una edad estupenda: con la sabiduría que hemos ido acumulando, y con la energía que aún tenemos. Qué bien.
Y entonces, dos personajes de 'Cerrar los ojos', de Víctor Erice, mantienen un diálogo en el que uno de ellos asegura que el asunto supremo es envejecer, y recordamos el poema aquel tan presente en nuestra memoria en estos últimos tiempos, aquello de que eso que creímos que eran las dimensiones del teatro, es justamente el único argumento de la obra, y nos asusta, porque a ver si no será que estamos cayendo en un pesimismo asesino, pero en ese momento y a requerimiento del personaje de Miguel Garay, acerca de si sabe cómo se hace eso de envejecer, Max responde: «Claro que sí: sin temor ni esperanza». Y por fin entendemos que esa es la clave, que si conseguimos borrar la tonta ilusión que habita en ese intento de recuperar no se sabe qué imposible juventud y asumimos que el tiempo es el que es, mucho más tenaz que nuestro torpe empeño de retrasar los relojes, también, de forma milagrosa, el temor dejará de atenazarnos la garganta y por fin habremos comprendido que sólo el instante, que sólo lo que la mirada abarca, que sólo este ahora mismo, fugaz y sin embargo eterno.
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